83121 visitas
CAPITULO VII. LA DECISION
Entró en casa. Se sentía algo cansado tras la caminata. Era algo que le ocurría los últimos días. Pero le gustaba. Y, poco a poco, se iba acostumbrando a andar. Habían sido muchos años metido en un despacho nueve horas diarias, de lunes a viernes, cuarenta y ocho semanas anuales; sentado en una mesa, haciendo cuentas y más cuentas con los clientes de su empresa.
Se puso cómodo. Pensó en comer; tenía hambre, pero decidió esperar un rato más. Se dejó caer en el sofá y cogió la libretita de notas que había dejado junto a su cartera, las llaves y el tabaco encima de la mesita del salón. Empezó a pensar en seres “asesinables”. Tenía solamente apuntado al marica con caniche. Pensó en la gente que conocía y, enseguida, un nombre le vino a la mente: Vicente Delás.
Recordó el comportamiento de Delás con sus compañeros y, sobre todo, con sus compañeras. Volvió a sentir por el ex baloncestista el mismo asco que en ocasiones anteriores. Decidió que merecía ser apuntado en su macabra relación. Dejó que sus pensamientos escaparan, otra vez, por el camino de la venganza, de la justicia como él prefería denominarlo.
Vio a Delás atado y amordazado, conducido por el propio Eloy Schneider hasta un escenario teatral; allí, obligó a su excompañero a arrodillarse y, a continuación, efectuó una señal. Acto seguido, multitud de mujeres de todas las edades y caracteres físicos, aparecieron sobre la tarima del escenario, con algo común en todas ellas: la expresión de odio hacia Delás y la de satisfacción de tenerle a su merced.
Eloy bajó a un patio de butacas vacío de gente y se acomodó en primera fila, justo a tiempo de ver cómo las mujeres arremetían contra Vicente Delás a puñetazos, patadas, arañazos y toda clase de agresiones físicas. Asistió al espectáculo con satisfacción, hasta que, al apartarse las féminas, agotadas por el esfuerzo, apareció un guiñapo humano, ensangrentado e inerte, ya sin vida, que había sido compañero de trabajo del único espectador del ajusticiamiento.
Algo interrumpió los pensamientos de Eloy. Un enorme ruido procedente del piso superior; algo así como si estuvieran arrastrando los muebles de una habitación a otra.
Volvió a la realidad. Recordó, con horror, años de ruidos, de arrastres de muebles continuos; de intentar averiguar o adivinar qué es lo que podían estar
haciendo en el piso superior. Ahora hacía quince días, o quizás tres semanas, que no había oído ruidos. Seguramente habían estado fuera, de vacaciones. O no. Pero, en todo caso, seguro que no habían estado sobre él, como en los últimos años.
Pensó que antes, antes de ser como ahora era, no daba tanta importancia a cosas como esta. Pero recordó que muchas veces se había preguntado qué podían estar haciendo “arriba”. Por qué tenían que hacer tanto ruido. Lo había comentado con Miriam. “Es mala suerte. Te han tocado unos vecinos maleducados”, había sido la sentencia de la chica. En el despacho también había hablado sobre sus vecinos de arriba; nadie parecía tener el mismo problema. De hecho, en las casas en que Eloy había vivido antes de llegar al piso que ocupaba en la actualidad, nunca existió ese problema.
Pero ahora parecía molestarle más que nunca. Quizá había llegado al tope de su aguante. O quizá era un mensaje: otro tipo de maleducados, de groseros, que estaban esperando a que Eloy Schneider los eliminara. Pensó en los habitantes del piso superior. Un matrimonio que rondaba los cuarenta años y dos hijas en torno a la docena. Recordó, entre los ruidos que continuaban –siempre muebles arrastrándose- desde el portazo de entrada que hacía retumbar toda la casa, hasta el arrastre de muebles que ahora escuchaba, pasando por los gritos e insultos entre los miembros de tan indeseable familia. Y daba igual que estuvieran los cuatro integrantes de la saga, o dos o uno. Siempre oía los mismos golpes, el mismo ruido.
Sonrió. Sus pensamientos parecieron hacer que se olvidara del ruido. Pero lo que hacía era conservarlo dentro de sí. La rabia iba apoderándose de él. Aquella sensación ya conocida, y deseada, con la que experimentaba un placer inigualable.
Recordó “El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde”, una de las primeras novelas cortas que había leído en su pubertad; y se sintió Hyde después de tomar la pócima. En su mente, los cuatro miembros de la familia del piso de arriba eran el blanco de su ira.
Se vio llamando a la puerta de sus vecinos; su mano derecha, a su espalda, empuñaba un hacha de considerables dimensiones. Cuando abrió el padre de familia, descargó un golpe seco, sin mediar palabra, que partió el cráneo del vecino en dos. A causa del ruido, las dos niñas se asomaron desde el comedor,
pero no tuvieron tiempo de ver mucho; Eloy ya había alcanzado en dos zancadas la pieza y descargaba dos golpes secos y silenciosos sobre cada una de las niñas; esta vez, los gritos cortos y agudos de las criaturas, llamaron la atención de la madre que, con el ruido del túrmix haciendo mayonesa, no se había enterado de nada. Al asomarse al pasillo desde la cocina, vio al vecino, hacha en ristre, y a sus hijas a trozos en el comedor; buscó mientras gritaba a su marido y le vio en el recibidor con la cabeza destrozada. Intentó volver a gritar, pero el último golpe de hacha de Eloy le separó la cabeza del tronco, congelando el chillido.
Se sintió muy cansado. Se repantingó más en el sofá, con una terrible expresión de satisfacción. En el momento de pensar cómo se cargaba a hachazos a sus vecinos, había sentido uno de los mayores placeres que recordaba haber experimentado en su vida. Como un orgasmo. Se asustó, como casi siempre que pensaba en cosas semejantes, aunque esta vez menos que en otras ocasiones inmediatamente anteriores. Se estaba acostumbrando a pensar en matar; pero ello no disminuía su placer; al contrario; lo aumentaba. Al recordar su sensación y establecer una comparación con el orgasmo sexual, se hizo una pequeña inspección. Le satisfizo comprobar que no había existido eyaculación. Eso le tranquilizó por completo. Se había preocupado por unos momentos. ¿Sería un psicópata? No, decidió. Todo lo que sentía era normal. Estaba llamado a ser un justiciero en defensa de la educación y en contra de la grosería y el placer que experimentaba era sano. Eso, por lo menos, es de lo que estaba seguro Eloy Schneider.
Cogió su libreta. Apuntó, tras el marica con caniche, Vicente Delás. Cuando fue a añadir el nombre de los vecinos, se quedó pensativo. No podía matar a los cuatro miembros de la familia. Empezó a eliminar; las dos niñas quedaban libres de culpa, al menos por ahora, ya que su mala educación era producto de las enseñanzas –si es que recibían alguna- de sus padres. Tuvo que decidir entre la madre y el padre de las criaturas. Pensó en ambos y sintió asco. No supo decidir si sentía más asco por uno que por la otra. Cogió una moneda y decidió que si salía cara mataría al hombre y si aparecía cruz acabaría con la mujer.
Debajo de Vicente Delás apuntó “Vecino”.
Decidió que ya era hora de comer. Dejó la libreta de notas y, al levantarse para dirigirse a la cocina, comprobó que tenía mucha hambre. Además de sentirse bien, cuando pensaba en su papel de justiciero le entraba un apetito atroz.
Se preparó una buena ensalada y después frio unas patatas que tenía peladas desde el día anterior y pasó por la sartén un solomillo con ajo.
Devoró todo, acompañado de un buen vino tinto que llevaba tiempo guardado en el armario de las bebidas. Un yogur de postre antes de hacerse un café corto y cargado. Cuando volvió a sentarse en el sofá y encendió un cigarrillo, habían pasado casi tres horas.
Volvió a su libretita de notas, tras comprobar la hora que era. Decidió que no iba a llamar a Miriam a los almacenes, aunque pasaría a buscarla a la salida.
Al repasar su todavía pequeña lista de “ajusticiables”, le pareció bien el marica, aunque pensó que quizá no volviera a verle nunca.
Pero se quedó pensativo al releer el nombre de su ex compañero de trabajo y el del vecino.
“Es muy peligroso –pensó-. Ambos son de mi círculo. Si acabo con la vida de Delás, la policía investigará su círculo de amistades, sus compañeros de trabajo… si mato al vecino, lo mismo. Y, en ambos casos, apareceré yo como única persona que se repite: compañero de trabajo o ex compañero, mejor dicho, de Vicente Delás y vecino de la otra víctima. Seré el principal sospechoso. Y aún suponiendo que la policía no pueda probar nada en mi contra, se habrá acabado mi carrera como justiciero; no podré volver a matar. Estaré vigilado… supongo…”
No estaba seguro de lo que ocurría en las investigaciones policiales. Pero decidió que, en cualquier caso, era extremadamente peligroso para él acabar con la vida de dos personas con las que podían relacionarle.
Tachó el nombre de Vicente Delás de la lista. No supo por qué eligió al ex baloncestista para perdonarle la vida. ¡Con lo que había odiado a ese hombre durante mucho tiempo! Pero tampoco es que hubiera decidido que no merecía morir. Lo había hecho para evitar ser considerado sospechoso desde un buen principio. Lo más importante de todo seguía siendo su propia seguridad. No podía permitirse el lujo de ser capturado por la ley. Tenía mucho trabajo por delante. Y estaba decidido a cumplirlo.
Miró su reloj. Pronto sería hora de ir a buscar a Miriam a su trabajo. De pronto, pensó en sus llamadas a la comisaría y al periódico. Decidió que no debían haberle hecho ni caso. Pensó en enviar algún mensaje y, finalmente, excluyó de esa posibilidad a la jefatura policial. Pero concluyó que sería importante reforzar su llamada a la redacción de “El Guardián” con un mensaje anónimo.
Recogió un número atrasado del periódico al que pensaba enviar el mensaje. Se sentó en la mesa del comedor con un papel y unas tijeras. Comprobó que el papel era un folio en blanco de una de las marcas más comunes que se podían encontrar en cualquier papelería de la ciudad. No recordaba donde había comprado los folios. Con un trapo, limpió cuidadosamente la hoja en blanco, como si tuviera miedo de que, a través de ésta, la policía pudiera dar con su pista. Después recortó del periódico las letras que necesitaba y, con un poco de cola, las pegó en el papel, formando el mensaje que deseaba:
Pasajero bus 15 muerto por grosero. Sea amable con los demás.
Esperó que se secara la cola y limpió con el trapo letras y papel. Cogió un sobre y repitió la operación. Metió el mensaje en el sobre. Recortó del propio diario el nombre y la dirección de la redacción que figuraban justo encima del staff del periódico. Volvió a limpiar todo tras pegar el sello correspondiente. Se colocó unos guantes y se preparó para salir.
Fue caminando tranquilamente hasta el centro de la ciudad. Allí echó la carta -a la que no había puesto remite, lógicamente- a un buzón. Se quitó los guantes y se los guardó en un bolsillo. Siguió paseando hasta que llegó a la puerta de los almacenes en los que trabajaba Miriam.
Satisfecho consigo mismo aunque con un hormigueo en el estómago, producto de los nervios, encendió un cigarrillo mientras esperaba a la chica.
Miriam salió de su trabajo antes de que Eloy hubiera apurado su pitillo.
-Hola. No me has llamado en todo el día. Creí que no ibas a venir.
Se dieron un beso y echaron a andar en la misma dirección en que lo hacían casi siempre.
-No había nada nuevo. Todo está bien.
-¿Y qué haces durante todo el día? ¿No te aburres?
Eloy respiró hondo, miró hacia el cielo que estaba ya oscurecido y abrazó a la chica.
-No. Paseo. Leo. Descanso.
-Van a ser muchos meses de descanso.
Eloy volvió a suspirar, pero esta vez lo hizo como producto del hastío que le suponía el que Miriam le dijera siempre lo mismo. La chica se dio cuenta y cambió su expresión, que se hizo sonriente.
-Está bien, perdona. Tú sabrás lo que haces. Por mí está bien todo. Si tú estás bien.
-Lo estoy.
-De acuerdo, pues no se hable más. ¿Dónde vamos?
-Tomamos algo en la “Moby” y luego ya veremos.
Ambos fueron paseando abrazados hasta la cafetería. La “Moby Dick” estaba llena. Consiguieron encontrar un sitio en las mesas tras unos minutos en la barra, esperando. Miriam fue hacia la mesa llevando su cerveza y Eloy, al coger la suya, golpeó sin querer al hombre que estaba en la barra tomando un whisky con cola en animada charla con un compañero de su trabajo.
-Perdone.
-No es nada.
Lokis comprobó que Eloy no le hubiera derramado parte de su bebida encima. Luego siguió su charla con Bumper.
-¿Y qué has conseguido?
-Nada. Tampoco podía hacer nada. Esta noche voy a ir a coger ese autobús.
-Pero, ¿tú crees que esa llamada puede tener algo de verdad?
Lokis dio un trago a su mejunje.
-No lo sé, Bumper. Pero espero que sí. Necesito que ese tipo sea un asesino de verdad.
Bumper sonrió mientras apuraba su cortado.
-¿Y qué pasa, suponiendo que sea como tu dices, si el tío ese ha llamado a otros periódicos?
-No lo ha hecho. Sé que no lo ha hecho.
Lokis siguió, pensativo, su perorata.
-Pero, aunque lo hubiera hecho, seguro que nadie le da importancia.
-Nadie excepto tú.
-Exacto. Nadie excepto yo.
-¿Y por qué tú sí?
-Porque me huelo algo importante.
Lokis se iba animando a medida que hablaba. Cogió la solapa del traje de Bumper, primero con fuerza, luego –al darse cuenta- con más suavidad, como si le quitara algún hilo pasando la palma de su mano derecha por ella.
-Aquí hay una historia importante. Me lo dice mi olfato de periodista.
-¿De sabueso?
-Eso lo será tu padre, Bumper.
Ambos rieron. Lokis volvió a ponerse serio enseguida.
-Voy a conseguir esa historia. La historia de un asesino en serie, de un psicópata.
-Ya has desperdiciado un día. Te queda otro.
Lokis pareció enfadarse.
-¡Un poco de paciencia, Bumper! Dame tiempo…
-Sabes que no puedo ocultar nada. Me estoy jugando el puesto.
-¡Tu serás el co-artífice de una historia periodística extraordinaria!
-¿Y si ese hombre no vuelve a matar… suponiendo que sea verdad que lo haya hecho esta vez?
-Es cierto que lo ha hecho. Estoy seguro. Y si no fuera a volver a matar, ¿para qué dejar un mensaje? ¿Por qué llamar a la Jefatura y a nuestra redacción?
Bumper miró la taza vacía de su cortado y se encogió de hombros.
-¡Vete a saber! Quizá ha querido explicar por qué lo hizo…o, simplemente, le ha dado por ahí.
-No, Bumper. Ese hombre está decidido a matar. A seguir matando groseros. Lo sé.
-Tú no sabes un pijo. Lo que pasa es que tienes más imaginación que un niño. Y que quieres una historia al precio que sea.
-Eso es. Quiero una historia. Y no me importa el precio que tenga que pagar por ella. Si pudiera, vendería mi alma al diablo. Si creyera en el diablo.
-Pues tanto tú como yo la tenemos vendida. Y el diablo existe. Es el editor del “Guardián”.
Volvieron a reír.
Lokis miró su reloj. Lo iba haciendo cada veinte minutos, más o menos.
-Me da tiempo a tomar otro, ¿qué quieres?
Bumper negó con la cabeza.
-Nada. Voy para arriba. Tengo algunas cosas
Fue a sacar dinero para pagar su cortado mientras Lokis pedía otro de lo mismo tras acabarse su whisky con cola.
-Deja. Te invito. Guárdame todo lo que haya sobre nuestro asesino.
-Gracias. Te guardaré lo que haya de noche. De día tendrás que apañártelas.
-Hasta luego.
Bumper salió de la cafetería para entrar en la redacción del “Guardián”. El camarero sirvió a Lokis su consumición.
-Pónmelo en la cuenta. Y el cortado de Bumper, también.
El camarero se apartó de Lokis con el disgusto reflejado en la cara. Lokis vio cómo el chico iba a caja, junto al dueño y cogía una nota en la que apuntaba algo hablando con el propietario. Vio cómo el chico señalaba hacia él y el dueño miraba en la dirección que su empleado le señalaba.
Apartó la cara aunque siguió mirando con el rabillo del ojo y notó cómo el dueño de “Moby Dick” hacía un gesto y asentía. El gesto del propietario le había producido a Lokis el efecto de oír sus palabras: “Qué se le va a hacer”.
Echó una ojeada a la atestada cafetería y fue pasando mesa por mesa sin fijarse demasiado en sus ocupantes. De pasada, sus ojos recorrieron la mesa en la que estaban sentados Miriam y Eloy.
Al tercer autobús que investigó, encontró al conductor que la noche anterior iba en el vehículo en el que, dedujo, se produjo el altercado. Quedó con él para verse a partir de las once en un bar del centro. Mientras, aprovechó para hablar con un pasajero que asintió al ser preguntado, recordando los sucesos del día anterior. Fue el único que lo hizo. Lokis no pudo averiguar si esa noche no iba nadie más de los pasajeros que viajaron la noche anterior o nadie quiso decir nada, o no se habían enterado de lo que ocurrió si es que estuvieron allí.
Bajó en la parada en la que se apeaba el pasajero; un hombre de unos treinta años.
-¿Seguro que es usted periodista?
-Sí, hombre. Mira. –Lokis enseñó su carnet de prensa absolutamente arrugado, como si lo hubieran lavado junto con la ropa más de mil veces.
-¿Es que ha ocurrido algo?
-Cuéntame tu lo que sepas y yo te contaré luego lo que ha pasado.
El joven se quedó mirando a Lokis. Echaron a andar mientras el chico hablaba.
-No sé mucho. Bueno, quiero decir que no pasó nada que no haya pasado otras veces.
-Cuéntamelo.
-Pues… un tipo enorme subió al autobús. Ya sabe. Uno de esos tíos que van por el mundo arrollando a los que se le ponen delante. Golpeó a varios hasta que se colocó en su sitio.
-¿Y eso es todo? –dijo Lokis tras unos segundos de silencio por parte del joven.
-No. Ahí empezó. El hombre que estaba a su lado fue el único que protestó.
Lokis sintió una punzada de emoción en su vientre.
-¿Qué dijo?
-Nada. Bueno, quiero decir que… no sé. Le recriminó su actitud al tipo grandote aquel. Pero con educación.
Lokis estaba preso de una emoción intensa.
-¿Habías visto antes al hombre?
-Sí. Alguna vez subía a esa línea.
-¿Sí? ¿Cómo era?
-Pues ya se lo he dicho. Es grande, enorme…
Lokis, nervioso, interrumpió al joven.
-¡No! Ese no. El otro. El que protestó.
-Ah –el chico se encogió de hombros- . A ese nunca le había visto. No es de los habituales en la línea quince.
El periodista chasqueó los dientes contra su lengua en señal de desaprobación.
-Bueno. ¿Y qué pasó?
Nada. Al protestar el otro, el hombretón le volvió a empujar y, entonces, el hombre le insultó.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué más?
El joven se detuvo intentando recordar lo que había ocurrido la noche anterior en el autobús.
-Creo que… el hombretón siguió molestando durante un rato al otro tío… hasta que, de pronto, el hombre éste, no el grandote sino el otro…
Lokis volvió a interrumpir a su interlocutor para que fuera al grano.
-Sí, ya, ya… ¿y qué?
El joven miró al periodista como pensando que era un pesado. Pero tras unos instantes de duda, continuó su relato.
-Pues pareció nervioso, no se por qué, y echó a correr para bajar del autobús.
-¿Y ya está? –cada vez que el joven, muy calmado, detenía su relato, Lokis se ponía nervioso.
Una mirada más del joven para comprobar la impaciencia del periodista y no entender su nerviosismo.
-No. Al salir corriendo hacia la puerta, desequilibró al hombretón que casi se cae. Entonces, el tipo grandote salió hecho una furia tras el otro, pero ya había bajado. Y el grandote bajó tras él.
-¿Y qué pasó? ¡Venga…!
-Tranquilo, hombre. Ya no sé más. El tipo grande y el otro quedaron mirándose fuera del vehículo… Bueno, vi que el grandote empujaba y tiraba al suelo al otro tío.
Otra parada del contador. Lokis, nervioso, no dice nada pero espera impaciente que continúe el relato.
-Y ya está. El autobús arrancó y nos fuimos.
-¿Oíste algo? ¿Se estaban peleando?
El chico se encogió de hombros y siguió caminando, acompañado por el periodista.
-No tengo ni idea. Hay mucho ruido en un autobús como para poder oír lo que pasa fuera de él.
-¿Y el resto del pasaje? ¿No se enteraron de nada? ¿Los conoces?
-Conozco a algunos, de verlos en el autobús. Pero no sé nada sobre ellos. Supongo que unos se enteraron, los que estaban más cerca de los dos tipos. Pero no se le dan importancia a esas cosas. Pasan continuamente.
Lokis suspiró.
-El tipo grandote, ¿era un grosero?
-Sí, claro. Supongo que cuando salieron del autobús le pegó una paliza al hombrecillo, ¿no?
Lokis miró al chico y se puso ante él cortándole el paso. Se detuvieron.
-¿Hombrecillo? ¿Cómo era?
El chico volvió a pensar.
-Bueno… no era un hombrecillo, pero al lado de aquella mole lo parecía. No sé. … tenía una apariencia normal.
-¡Pero, ¿cómo era físicamente? ¿Qué llevaba puesto? ¿Tenía bigote, barba, gafas… cuánto medía… qué peso podría tener?!
El chico se echó a reír.
-¡Uf…! ¡Qué barbaridad! ¡Y yo qué sé! Era normal. No tenía ni bigote ni barba… ni llevaba gafas. Era un tipo corriente. No sé cómo iba vestido. Pantalones grises, creo… y cazadora… no, abrigo…
-¿Cazadora o abrigo, en qué quedamos?
El chico puso una expresión de no estar seguro.
-Creo que cazadora… sí, cazadora.
Por dentro pensaba en que quizá el hombre aquel llevara abrigo. Pero dedujo, por el tiempo no excesivamente frío que hacía, que debía llevar cazadora.
-¿Y qué más? ¿Cuánto debía medir?
-No sé. Yo estaba sentado. No sé calcular así. Desde luego, era mucho más bajo que el otro, que el grande. Y menos corpulento.
Lokis puso su mano derecha sobre el hombro izquierdo del joven.
-¿No recuerdas nada más? Es muy importante para mí.
El chico siguió pensando unos instantes. Luego negó con la cabeza. Sólo tenía ganas de que aquel periodista nervioso y pesado le dejara en paz.
-No…
Lokis asintió con un leve movimiento de su testa.
-Bien. Ahora me toca a mí. Te contaré lo que pasó…
Pero el chico le interrumpió tras mirar su reloj.
-Mire, tengo algo de prisa. Si ya sabe todo lo que quería, o por lo menos todo lo que yo sabía, es suficiente. Me tengo que ir.
El joven echó a andar ante la sorpresa de Lokis. Éste le gritó mientras se alejaba.
-¿No quieres saber qué ocurrió después?
-Es igual –contestó el chico. No me interesa. Además, ya me lo imagino.
El testigo se alejó del lugar pensando para sí que seguramente el hombrecillo había sido vapuleado por el hombretón. Pero, en cualquier caso, la cosa le importaba bien poco. No entendía que un periodista pudiera interesarse por un caso tan vulgar. Aunque, quizá, el hombretón se propasó y el otro murió a consecuencia de los golpes que recibiera.
Se volvió para mirar al periodista, pero Lokis ya no estaba allí. Se había alejado por un callejón perpendicular para ir al bar en el que había quedado en reunirse con el conductor del autobús.
Mientras iba hacia el bar, Lokis pensaba en la poca curiosidad que la gente tenía por lo que ocurría a su alrededor. Pensó que esa era una causa, probablemente la más importante, del escaso volumen de ventas de los diarios en aquel país. Pero, por otro lado, otro tipo de revistas, más amarillistas y llenas de cotilleo, se solían vender muy bien. No lo entendió. Se encogió de hombros y siguió su camino. Llegó al bar cerca de las once. Entró y pidió un whisky mientras esperaba; sin agua, sin hielo y, esta vez, también sin cola.
El conductor llegó a las once y veinte. Lokis iba ya por su tercer whisky consecutivo.
Cuando el conductor le explicó lo que había visto, poco de nuevo sacó en claro el periodista.
Además de lo que el pasajero le había contado, averiguó que el hombretón había espachurrado, casi, a una anciana (o anciano, el empleado de la línea quince no estaba seguro) al subir al autobús. También el chófer había visto en alguna ocasión anterior al energúmeno; pero no sabía de él nada que pudiera ayudar al periodista.
Por otro lado, el conductor no se había fijado para nada en el otro pasajero y ni siquiera se había enterado de la trifulca entre ambos, salvo al bajar los dos del vehículo. Pero ni siquiera podía recordar cómo iba vestido el otro hombre. Sólo, como el joven, que era mucho más bajo y de menor complexión física que el hombretón. Aunque el chófer creía que no era un hombre excesivamente bajito.
Al revés que el chico, el conductor si se interesó por el motivo por el que el periodista le interrogaba acerca de los dos hombres. Y, cuando se enteró de lo ocurrido, puso una expresión de sorpresa y, finalmente, acabó sentenciando:
-Se lo tenía merecido el chulo ese…
Lokis volvió a su casa algo decepcionado. Desde allí llamó a Bumper, a la redacción. No había nada nuevo. Lokis le relató, muy por encima, las dos entrevistas que había sostenido. Pese a todo, seguía convencido de que allí había un caso de gran interés periodístico.
Antes de irse a dormir, buscó por toda la casa algo de alcohol. Sólo encontró un botellín de vermú con la chapa ennegrecida por el tiempo que debía llevar en el armario. Se puso hielo y se lo tomó de dos tragos, poniendo cara de asco. Luego se acostó y se durmió enseguida, olvidándose de poner en hora el despertador.
Unos kilómetros más al oeste, en la misma ciudad, en otro de los pisos colmena de la urbe, Miriam observaba, mientras fumaba un cigarrillo, el cuerpo de Eloy, tendido a su lado, durmiendo profundamente.
La chica se sentía satisfecha. Cada día que pasaba notaba en su hombre que algo había cambiado. Y cada vez le gustaba más.
Terminó de apurar su pitillo y lo apagó en el cenicero que tenía en la mesilla de noche. Luego se acercó a Eloy y le besó en la frente. Se acurrucó junto a la espalda del hombre y, en unos segundos, se quedó dormida.
¡¡¡ CONTINUARÁ !!!