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CAPITULO IX. EL JUSTICIERO DE LA CIUDAD
Se había pasado la noche de hospital en hospital y de comisaría en comisaría. Tres heridos por arma blanca, dos vapuleados graves y tres leves, cinco muertos en accidente de tráfico… Lokis se había transformado en un ave de rapiña en busca de un muerto, tan solo uno, que le pudiera ofrecer posibilidades de ser otra víctima del loco de los groseros. Tal como había empezado la noche, la terminaba: en la Jefatura de Policía.
Nada más entrar vio a Walker leyendo un cómic de superhéroes.
-¿Ha habido algo?
-¿Otra vez por aquí? ¿No descansas?
Lokis se apoyó en el mostrador.
-No tengo tiempo.
El aliento del periodista llegó hasta las narices del policía de guardia.
-Vaya. Veo que ni siquiera has tenido tiempo de reponer combustible.
-Nada, ¿no?
Walker puso un gesto pícaro.
-¿Qué es lo que estás buscando?
-Cuando lo encuentre te lo diré. Creo que ya no se lo que busco.
-¿No será por la llamada de la otra noche?
Lokis resopló.
-¡El loco ese! Empiezo a pensar que Bumper y los demás tienen razón.
Walker se hizo el interesante y revisó sus datos.
-Han traído “algo” que puede interesarte.
-¿Qué?
-Un hombre. Ha sido encontrado muerto a martillazos.
-Eso parece interesante sí.
-No te animes. En esta ciudad pasa de todo. Hay tipos que matan con cualquier cosa por un poco de pasta.
-Vaya. ¿Es de ese estilo la cosa?
Walker sonrió con aire misterioso.
-Parece que no. No le han robado nada. Le han encontrado junto a una máquina de tabaco.
-¿Le recogió una patrulla?
-Sí. Nos avisó un vecino que salía temprano para su trabajo.
-¿Qué más sabes?
-Pues que ni siquiera se llevaron el paquete de tabaco que ya había sacado de la máquina. Bueno, lo había sacado él o el que lo mató.
-¿Hay huellas?
Walker se echó a reír.
-¿Huellas? ¿Dónde? ¿En el paquete, en la máquina, en la acera?
-Bueno, vale. Dime todo ya.
-Pues eso, que no se ha encontrado el arma del crimen. Que el móvil no parece haber sido el robo. Y que hemos mandado un coche patrulla a su casa para que avisen a su familia.
-Bien. ¿Nada más?
-Ah, sí. Algo extraño. Tenía una letra pintada sobre el jersey. Y había otra igual en la acera, junto al cadáver.
Lokis abrió unos ojos como platos.
-¿Qué letra?
-La “G”.
El periodista se quedó unos instantes pensativo. Luego, pareció que la vida volvía a sus pupilas cansinas.
“G” de grosero –pensó-. ¡Gracias a Dios! ¡Es ese hombre! ¡Estoy salvado!
-¿Qué pasa? –preguntó Walker-. Parece que te haya tocado la lotería.
Lokis cogió el expediente que tenía Walker delante y le dio la vuelta para leerlo.
-¡Y me ha tocado! –gritó con entusiasmo.
-¡Eh, que eso es secreto de estado…!
La protesta del policía fue leve. Tampoco hizo ningún gesto para evitar que Lokis leyera el informe. El periodista, tras leer lo que necesitaba, volvió a colocar el papel como estaba.
-¡Gracias, chato! ¡Te debo una comida!
Mientras Lokis salía de las dependencias policiales, Walker negó con la cabeza.
-¡Me debes tantas!
El periodista cogió su coche y emprendió el camino de la dirección que había leído. Cuando llegó, buscó en los buzones. El coche patrulla estaba frente a la puerta del edificio.
“Felipe Gracia. 2°, 2ª”, leyó.
El ruido proveniente del piso superior fue lo que le despertó. Pero esta vez no le molestaba. Se levantó risueño y oyó cómo la puerta de sus vecinos se cerraba. Escuchó pasos bajando las escaleras. Aún en pijama llegó hasta la puerta de entrada de su piso y oteó por la mirilla.
Vio a dos policías bajar delante de la mujer del vecino asesinado. Pudo ver la cara de ésta al girar en su descansillo. Tenía el terror reflejado en su rostro.
Pensó que iba a ser un buen día y, cantando, se quitó el pijama y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se duchaba se sintió feliz.
Los policías apartaron a Lokis al salir de la casa acompañando a la vecina. El periodista se identificó e intentó entrevistar a la mujer.
-Lokis, del “Guardián”. Señora Gracia, supongo… ¿sabe el motivo por el que su marido ha sido asesinado?
La mujer se volvió hacia el representante de la prensa con cara de espanto.
-¿Asesinado? ¡Dios mío…!
Perdió el conocimiento mientras uno de los policías la sostenía en sus brazos para evitar que cayera al suelo. El otro policía miró con desprecio a Lokis y le apartó con la mano.
-Ahora no.
El periodista se quedó mirando cómo el coche patrulla se perdía por el fondo de la calle.
-¡Mierda! ¡Todavía no se lo habían dicho!
Miró el edificio. Pensó en hablar con algún vecino.
El timbre de la puerta le sobresaltó cuando se estaba secando. Se envolvió en la toalla y llegó hasta la entrada. Sin abrir, habló.
-¿Quién es?
-Prensa. Soy Lokis, del “Guardián”. Querría preguntarle algo sobre un vecino suyo, el señor Gracia. Será solo un momento.
Eloy se quedó unos instantes pensativo. Luego sonrió.
-Disculpe. No llevo nada puesto. ¿Ha ocurrido algo?
-El señor Gracia ha sido asesinado esta noche. ¿Podría usted decirme algo sobre cómo era?
-No se…No tengo mucha relación con mis vecinos. La verdad es que estoy muy poco en casa. ¿Y le han matado en su domicilio?
Eloy hizo esfuerzos por no reír. Lokis le tranquilizó.
-No, no se preocupe. Ha sido fuera del edificio. Bueno, gracias. Y disculpe la molestia.
Oyó cómo el periodista subía por las escaleras. Dedujo que intentaría hablar con otros vecinos.
Se vistió a toda prisa y salió de casa. Bajó también con prisas las escaleras y, deprisa otra vez, abandonó su barrio. Después de comprar el periódico y de dar un paseo, volvió dos horas después a su domicilio. Entró con precaución, aunque suponía que el periodista haría ya mucho rato que se habría ido. Entró de nuevo en casa y se quitó la cazadora. En pocos minutos había preparado ya su mensaje. Sonrió al pensar en el periodista del “Guardián”. Cuando echó un rápido vistazo por la mirilla reconoció en él al borrachín de la “Moby Dick”.
Dedujo que tendría que tener precaución con ese hombre. Pensó en no entablar conocimiento con él, pero algo en todo ese juego le atraía. Era excitante pensar que la persona que le estaba buscando charlara con él sin saber quién era. Jugaría siempre con ventaja sobre el borracho.
Salió otra vez y echó al correo el sobre con el anónimo.
Pensó en Lokis leyendo “Máquina tabaco. A martillazos. Por grosero. Sea amable con los demás”.
Pensó que el periodista había sido rápido en su investigación. No estaba seguro, ahora, de si buscaba al mismo hombre que acabó con el pasajero del autobús. Pero, al cabo de un momento, decidió que sí. El mensaje y el anónimo habían hecho efecto.
Se sentía mejor que nunca. Pensó en volver a matar, pero no le produjo el placer que le había producido pensarlo antes del segundo asesinato.
“Esperaré. Hay que trabajar a gusto. Dentro de todo, no tengo excesiva prisa. Puedo dejarlo por un tiempo.”
Decidió que continuaría su cruzada cuando tuviera ganas. Pensó en salir el fin de semana. ¿Por qué no? Al fin y al cabo tenía dinero. Y a Miriam le haría mucha ilusión. Decidió que esa noche se lo propondría. Sábado y domingo en el albergue de Montusín. ¿Y si se encontraba con Migrand y Marta? “Bueno, ¿y qué? –adujo-. Son ellos los que estarán violentos”.
Se fue caminando hacia el parque central. Sacó su libreta y el bolígrafo y tachó “vecino ruidoso”. Se guardó ambas cosas y respiró hondo. Se fijó en los gorriones que revoloteaban por encima de los árboles. Se sentó en un banco y, con el alma serena, contempló cómo una nube comenzaba a cubrir el sol en el cielo.
Lokis consiguió hablar con la señora Gracia en la sala de espera del depósito. Ella estaba en un estado de semiinconsciencia provocado por un fuerte calmante que le habían inyectado.
-No… no lo comprendo. Mi marido no había hecho nunca ningún daño a nadie…
-Piense usted, por favor. ¿Recuerda usted que hubiera discutido con alguien?
-No, no… quizá en el taller en el que trabajaba…no sé. No creo… No me dijo nunca nada…
-¿Cree usted que es posible que discutiera con alguien al ir a comprar tabaco?
-No, no lo sé… La policía dice que pudo ser un drogadicto, para atracarle…
-Pero no le robaron nada…
-Había bajado sólo con dinero suelto para la máquina de tabaco… No llevaba la cartera…
-Pero han encontrado dinero en sus bolsillos…
-Quizá querían más y, al no llevarlo, se enfadaron… Eso, al menos, es lo que me han dicho… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!
La mujer volvió a llorar. Se asomó entonces uno de los policías que la habían llevado a Jefatura y, al ver al periodista, se enojó.
-¡Eh, usted…!
Lokis se levantó -estaba sentado junto a la mujer- y salió danzando a toda velocidad hacia recepción. Allí se despidió del guardia de entrada, el sustituto
de Walker, y salió de las dependencias policiales como alma que lleva el diablo. Veinte minutos después estaba en la “Moby Dick”, ordenando sus conclusiones delante de un whisky con cola.
-Es el mismo. Estoy seguro –hablaba en voz baja, como para sí mismo.
-Veamos –apuntaba en un pequeño papel en blanco-. Martes, 27 de septiembre, mata al pasajero del autobús. Por grosero. ¿Qué grosería había hecho? Empujar a la gente, pisar a los demás pasajeros… bien. Jueves, 29 de septiembre, mata a ese tal Felipe Gracia. ¿Qué grosería hizo? Mmmm… no sé. Tal vez le empujó también cuando iba a sacar tabaco… o no respetó su turno ante la máquina… Sí. Tiene que haber sido algo así.
Dio un sorbo a su whisky. Siguió pensando, esta vez sin hablar.
“O quizá se había comportado de manera grosera en el taller. Entonces debe ser un cliente del mismo. Por lo tanto, tiene coche”. No le convencieron estas divagaciones.
“No. Fue algo del momento. En la máquina del tabaco. Estoy seguro. Si no, hubiera dejado una explicación. Si hubiera sido algo más complicado, tendría que explicarlo…”.
Terminó su bebida y pidió otra copa de lo mismo.
“Falta el mensaje. Tiene que llegar otro mensaje. Es imprescindible”.
De pronto, pensó en Dominicci. Se bebió a toda prisa la segunda copa y salió de estampida.
El camarero recogió el vaso vacío mirando con asco hacia la puerta del bar.
-Ya ni siquiera dice que lo carguemos en su cuenta.
Dominicci le miró con cara de cabreo.
-¿Cómo que ha sido el mismo?
-¡Estoy seguro! ¡Es el loco que mata a los groseros!
-Mira, Lokis. Estoy de ti hasta las narices. A ver si dejas de traerte a la redacción tus “delirium tremens”.
-¡Te juro que estoy en lo cierto! Si no, ¿por qué la letra G?
-Se llamaría García.
-Gracia. El muerto se llamaba Gracia.
-¿Lo ves? G de Gracia.
-¡Que no, hombre! Ten confianza en mi, Jose… aquí hay un reportaje de narices.
-¡Narices! Eso es lo que hay. Anda, vete a dormir la mona. ¿Has traído los sucesos del día?
-Sí. Lo tiene todo Yvette.
-Pues lárgate a tomar esas porquerías que tomas.
Lokis iba a salir cuando se detuvo. Se volvió, ya en la puerta.
-¿Y si recibimos otro anónimo?
Dominicci levantó la mirada.
-Está bien. Si recibimos otro anónimo te dejaré escribir algo sobre el tema. ¡Pero no lo envíes tú!
Lokis sonrió. Luego preguntó con dulzura.
-¿Qué… qué ha pasado con Bumper?
-Que le has hecho una faena. Pero es un buen tipo. Sólo quedará la bronca. Pero no creo que vuelva a hablarte.
Lokis suspiró. Estaba acostumbrado a que nadie quisiera hablar nunca con él; por lo menos durante demasiado tiempo. No sabía por qué, pero siempre acababa haciendo faenas a sus amigos.
Salió del despacho de su jefe convencido de ser un incomprendido. Era demasiado buena persona. Nadie le tomaba en cuenta. Creían que era un borracho. Y no era verdad. Solamente bebía algo más que los demás. Volvió a pensar en el asesino de groseros y decidió que iba a empezar el artículo a la espera de que llegara el anónimo. Estaba seguro de que llegaría.
Fue a su máquina de escribir y se sentó ante ella. Le quitó la funda y puso un folio en blanco. Levantó las manos para escribir, cuando se dio cuenta de que toda la redacción le estaba mirando. Los rostros de sus compañeros reflejaban la sorna que sentían.
-¿Qué, Lokis? ¿Te has acordado de que eres periodista?
Una carcajada general fue el eco de las palabras del más veterano de la sección.
Lokis se despreocupó de sus compañeros y éstos volvieron a su trabajo.
Empezó a teclear:
“La ciudad, nuestra ciudad, se ha vuelto un lugar desagradable para vivir. Es un reflejo de nuestro tiempo y de la sociedad en que vivimos. Las personas hemos perdido el sentido de la vida y nuestras virtudes han ido desapareciendo, paso a paso, ahogadas por nuestros defectos.
La buena educación desapareció, hace tiempo ya, y ha sido sustituida por las malas maneras, por la grosería.
Vamos por la vida pisando a los demás, empujando sin miramientos a quien nos estorba. Pero no lo hacemos por maldad, sino porque es la única manera de responder al mismo trato que recibimos del resto de conciudadanos.
Pero, de pronto, un hombre, un ciudadano, uno de nosotros, se ha cansado de ello. Ha decidido restablecer las buenas maneras.
Y, ya que las autoridades, el ayuntamiento, el mismo gobierno no toma cartas en el asunto, nuestro hombre ha pensado: Voy a hacerlo yo.
¿Y quién es nuestro hombre? Pues uno cualquiera de nosotros. Un hombre gris, uno más entre toda la multitud ciudadana, que ha decidido convertirse en el justiciero de la ciudad. Como un protagonista de cualquier película fascistoide, ha pensado en enseñar a la gente a comportarse de forma educada. ¿Y cómo?, se preguntarán ustedes. Pues de la única manera, ha seguido pensando, en que la gente hace caso de las cosas: de una manera un tanto drástica. Matando a los groseros que encuentra a su paso. Y, alármense todos, tiene suficiente público potencial como para no cejar en su empeño durante muchos años. Somos unos groseros. Y nos ponemos en evidencia continuamente. Suban a cualquier autobús y comprobarán como quienes van sentados no son los ancianos ni las mujeres embarazadas. No. Van sentados los más fuertes, los más jóvenes, los que empujan más o los que atemorizan al personal.
Y eso constató nuestro hombre. Y, para terminar con ello, el pasado martes, 27 de septiembre, se topó con un energúmeno, en uno de los autobuses de nuestra ciudad, el número quince, que no solo no dejaba sentar a una viejecita en su asiento correspondiente y al que tenía más derecho que nadie, sino que la derribó y la pisoteó después, para sentarse finalmente él en el asiento libre.
Pero nuestro hombre estaba allí. Un hombre educado que vio herida su sensibilidad por lo que estaba presenciando y que decidió acabar con la vida de aquel ser grosero a la bajada del autobús. Y así lo hizo. Bajó tras el energúmeno y le dio la última lección de educación de su vida: le mató.
Pero la cosa no acabó ahí. Dos noches después, o sea el jueves 29 de septiembre, nuestro hombre gris y educado encontró a uno de esos groseros que creen que las máquinas de tabaco, como tantas otras cosas en la ciudad, son suyas. Y el grosero se coló ante un anciano que intentaba comprar su paquete de cigarrillos, probablemente el único placer que al pobre viejo le quede en esta vida. Y, no contento con ello, le quitó un par de monedas que el abusón necesitaba para comprarse su vicio. Pero nuestro hombre estaba allí. Y, enseguida, hizo justicia. Esperó que el anciano se alejara y de cuatro certeros martillazos -¡ojo al dato! Va armado por las calles- acabó con la vida de otro grosero.
Mediante unos mensajes a nuestra redacción, el asesino educado ha puesto en nuestro conocimiento sus acciones. Quiere que, a través de la prensa, la gente de esta ciudad se conciencie que es necesario volver a la buena educación y al respeto por los demás. Y yo de ustedes le haría caso. Porque, en caso contrario, de no observar esa reacción en la gente, nuestro asesino seguirá matando. Y yo, amigos, entiendo sus razones.
Lokis”.
La firma rubricó el artículo del periodista. Volvió a leerse todo lo que había escrito, de principio a fin, y sonrió al terminar de repasarlo. Pensó en un título. Dudó unos instantes, hasta que decidió cual le parecía el mejor.
Volvió a poner la primera hoja en la máquina y, tres espacios por encima del primer párrafo, tituló: “El asesino educado”.
Se dijo a sí mismo que se merecía un buen whisky. Pero se quedó quieto mirando satisfecho su trabajo. Sonrió. Cogió un pitillo y lo encendió. De pronto, le pareció que el whisky podía esperar. Iba a guardar el artículo a la espera de que llegara el anónimo. Lo que había escrito ocuparía un par de columnas o un cuarto de página. Estaba seguro de que llegaría el mensaje del asesino educado. Decidió que iba a volver a leerse su trabajo.
El sábado, Miriam y Eloy llegaron al albergue de Montusín. La chica se había sorprendido muy gratamente de la decisión del hombre. Era un sitio caro, pero valía la pena. Eloy buscó a Migrand y a Marta, pero no estaban. Ese fin de semana no habían hecho escapada, al menos no allí. “Mejor”, pensó.
Miriam y Eloy pasaron un fin de semana inolvidable. Nunca antes habían estado así. La chica era completamente feliz y ya le importaba un pijo si él estaba seis meses sin trabajar o decidía estar el resto de sus días vagueando. No sabía que el resto de sus días eran seis meses.
Por su parte, Eloy se convirtió en el amante ideal. Cariñoso, detallista, amable sin ser empalagoso, divertido, audaz, aventurero, soñador, cauto, loco, cabal, niño, amigo, padre, novio… y sintieron el amor y el sexo en cada movimiento, en cada instante; en la cama, desayunando, paseando, hablando, en silencio, cogidos de la mano, abrazados, sin rozarse, durmiendo, velando, despertando…
El domingo por la noche volvieron a la ciudad y se quedaron en casa de él. Siguieron su fin de semana.
El día anterior, el sábado por la mañana, se había recibido por el servicio de guardia de correos, un anónimo en la redacción del “Guardián”.
Un Lokis nervioso y sobrio había abierto el correo junto a la secretaria de guardia. Cuando Dominicci pasó por el despacho, sobre la una y media del mediodía, sonrió y negó con la cabeza. Luego felicitó a Lokis y dio su permiso para publicar el artículo que, previamente, se había leído. Pero no iba a entrar en el número dominical. Se publicaría el lunes y abriría la sección de sucesos, después de las páginas de Sociedad.
Lokis fue feliz el fin de semana. El domingo, impaciente por la llegada del lunes, no salió de casa. Ni siquiera fue de putas, como solía hacer cada día festivo. Tampoco bebió. Se pasó la tarde tomando infusiones y pensando en su asesino educado.
El lunes, a las seis de la mañana, estaba en la redacción revisando un ejemplar del “Guardián” y mirando su artículo como si fuera un cheque al portador de un valor incalculable.
Tres horas después, a las nueve, Eloy salió de su casa y se dirigió al quiosco más cercano. Dobló el ejemplar del periódico y lo colocó bajo su brazo. Siguió su paseo y se tomó un café largo en el bulevar central. Luego caminó hasta el parque.
Se sentía bien, muy bien. Mejor que nunca. Una calma interior tremenda anidaba en su ser.
Se sentó en un banco y pensó en Miriam. Sonrió. De pasada recordó al vecino. No sintió amargura, ni arrepentimiento, pero tampoco placer. Decidió que continuaría esperando.
Abrió el periódico y comenzó a hojearlo. Página a página, desde la portada, pasando por el sumario, los artículos de fondo, el editorial, las cartas al director, la sección de Política, la Nacional, la Internacional, Sociedad y… en la primera página de la sección de sucesos lo vio. Supo enseguida que se refería a él.
Miró la firma. Leyó el artículo. Lentamente, sin dejar pasar por alto ni una coma. Sonrió y negó con la cabeza varias veces. No le importaron las imprecisiones ni los inventos. Pensó que era bueno para que la gente supiera quién era y lo que estaba dispuesto a hacer. La demagogia del mensaje hizo que se riera, a carcajada limpia, hacia el final del artículo. Cuando lo terminó, se fijó en el título. Lo leyó varias veces, alguna, incluso, en voz alta. Mientras leía el artículo un homosexual de sandalias doradas había pasado por delante del banco en el que se encontraba Eloy, paseando a su perro caniche. El lector no se enteraba más que del artículo.
Decidió que no sabía si le gustaba o no el título. Pero le pareció adecuado. Lo leyó en voz alta:
“El asesino educado”.
¡¡¡ CONTINUARÁ !!!