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Novela “El Asesino Educado”, de Martín Hache. Capítulo 12.

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CAPITULO XII. NOTICIA DE PRIMERA PAGINA

El jueves 27 de octubre, “El Guardián” volvió a anticiparse a toda la competencia.

En primera página –como al día siguiente publicarían el resto de periódicos- una noticia resaltaba sobre las demás: “Vuelve a la carga El Asesino Educado. Dos nuevas víctimas en un día. La grosería parece que seguirá recibiendo su castigo”. “Un trabajo de investigación de Lokis. Portada y páginas interiores”.

La mayor parte de la información acerca del “asesino educado” constaba de la descripción, adornada al estilo periodístico de Lokis, de los dos asesinatos cometidos el día anterior por el hombre de moda.

El periodista autor del reportaje, o del “trabajo de investigación” como él mismo lo denominaba, se había pasado toda la noche trabajando en él, cosa que no recordaba haber hecho ni en sus primeros tiempos en la profesión. Pero cuando se enteró de que la patrulla llegó al lugar desde donde se había hecho la llamada a la redacción por parte del asesino y solo encontraron una cabina telefónica vacía, su alegría fue tan grande que se puso a redactar de inmediato su trabajo con un entusiasmo digno de un chiquillo.

Y cuando, a medianoche, recibió la visita del inspector Mauro preguntándole si tenía alguna noticia nueva en relación con el hombre que contactaba solamente con él, su placer al contestarle no tuvo límites:

-Como usted bien dice, señor inspector, no nos necesitamos en absoluto.

El cabreo de Mauro le animó más aún y consiguió uno de sus mejores trabajos desde que se dedicaba al oficio ese de escribir cotilleos; cotilleos interesantes, claro; noticias.

De nuevo, se agotaron las ediciones de mañana –sacaron dos más, hasta un total de cuatro-, las dos de tarde y las dos de noche. Lokis era casi tan célebre en la ciudad como su asesino.

Ni tan siquiera necesitaba que llegara el anónimo. Aunque lo esperaba con interés. Pero no estaba en absoluto preocupado por nada. Ahora nadie se apropiaría ya de los mensaje que pudieran llegarle. No hacía falta estar presente como en otros tiempos para capturar antes que nadie la noticia. Si llagaba un anónimo, se lo guardarían, con el respeto e, incluso entre los más jóvenes, la admiración a la que creía haberse hecho acreedor

Decidió irse a casa, ducharse y acostarse un rato a descansar. Ahora no tenía que dar explicaciones a nadie. Dejó el recado de que si recibían el anónimo prometido le llamaran a su domicilio y se lo leyeran. Pensó que, esa tarde, escribiría en su propia residencia el artículo semanal para “El Centinela” y prepararía los artículos de los días siguientes para el diario y los programas de radio.

Mientras se iba, decidió que si volvía a ser entrevistado en televisión, el periodista que condujera el programa tendría que atenerse a un guion escrito

por el propio Lokis. Y que, si no, se negaría a salir ante las cámaras. Estaba eufórico y exultante.

Durmió profundamente. Sus ronquidos, sonoros, parecían el producto de su satisfacción interior.

Eloy había llamado la misma noche del miércoles a Miriam y había ido a su casa sobre las diez y media, más de dos horas después de cometer su segundo crimen e inmediatamente antes de llamar al portal de la chica, tres o cuatro kilómetros hacia el centro de la ciudad, había hablado con Lokis desde una cabina distinta a la que utilizó para llamar a Miriam.

Pasaron una noche espléndida, una más, y Eloy le comentó a Miriam que se estaba estudiando lo de irse a esa otra empresa. La cena de esa noche le había mostrado unas personas que no parecían saber muy bien lo que se traían entre manos. Ante la pequeña protesta que inició la chica, Eloy puso mala cara. Ello bastaba, desde hacía un tiempo, para que Miriam se pusiera suave y dejara de incordiarle. Así sucedió. Pero Eloy decidió tranquilizarla.

-Siempre puedo volver a trabajar donde antes.

La chica se sorprendió.

-¿Sí? ¿Te dejarían?

-¡Claro! –contestó sonriente y seguro de sí mismo el hombre-. Migrand y yo tenemos muy buenas relaciones. Y me lo dijo al irme: “Vuelva cuando quiera, querido Eloy”.

La chica le sonrió embobada. Estaba fascinada por aquel nuevo Eloy Schneider y era completamente feliz.

Por la mañana, a instancias de él, Miriam despertó a Eloy. Salieron juntos. Le acompañó hasta la puerta de los almacenes y se encaminó hacia su casa después. Compró el periódico antes de subir a su piso.

Lo leyó, con satisfacción, mientras desayunaba un café con leche y unas tostadas con mantequilla que se acababa de preparar.

Disfrutó. Luego, preparó, como siempre, el anónimo. Lo metió en un sobre y lo envió. Suponía –como así era- que sus anónimos estarían en alguna comisaría de la policía sometidos a análisis e investigaciones. Estaba seguro de que, a través de ellos, nunca llegarían hasta él.

Salió y envió su mensaje, echándolo a un buzón lejano a su casa y diferente al de las otras veces. Sonrió tranquilo. Tenía todo controlado.

Pasó por otro quiosco y hojeó las portadas de otros diarios distintos al “Guardián”. No vio nada referente a lo que esperaba, pero supuso que hasta el día siguiente no tendrían los datos necesarios. Pensó en Lokis y decidió que se estaba comportando muy bien con aquel pobre memo borrachín.

Paseó, como cada día, por el parque. El cielo estaba cubierto por muchas nubes, pero no parecía que fuera a llover. Se sintió bien. Pensó en el placer que sintiera al matar al motorista y, sobre todo, en el que experimentó al acabar con la mujer. Se sintió satisfecho de su meticulosidad y de su sangre fría en los dos casos: primero, al limpiar en momentos como aquellos, sus huellas del mango del paraguas tras cometer el crimen. Segundo, de aparentar que había sido un accidente su agresión en el segundo. También por la rapidez y limpieza en desaparecer de los escenarios de los asesinatos.

Se sentó en un banco y sacó su libreta. Tachó de ella a la “madre del niño maleducado” y leyó los que quedaban en la relación: “Marica con caniche” y “conductor grosero”.

Al leer, levantó la vista buscando al primero de los señalados. Pero hacia ya mucho tiempo que no le veía. Volvió a ojear sus notas; llevaba dos crímenes más, o sea, cuatro en total, y tenía dos más apuntados. Si no era el marica, acabaría con alguien que maltratase a los animales; era una cosa que no había soportado jamás.

Empezó a pensar quién podía aumentar su lista. Pensó en gente grosera y que siempre le hubiera molestado y, de repente, algo le vino a la mente.

Se encogió de hombros tras sonreír y negar con la cabeza, pero, finalmente, se decidió a apuntarlo: “Funcionario”, escribió debajo de “conductor grosero”. Volvió a leerlo y, esta vez, rio abiertamente. Un viejecito que paseaba en ese momento por delante del banco que ocupaba Eloy, le miró pensando que la gente estaba loca; hablaba y reía sola.

Siguió pensando. Cuatro muertos y tres candidatos. Apuntó, junto a “marica con caniche”, entre paréntesis, o “maltrata animales”. Siguió intentando descubrir otra víctima. Volvió a contar: siete, entre muertos y aspirantes a estarlo. Le pareció una buena cifra. “Es bonito el siete. ¿Y si lo dejo en ese número?

De pronto, recordó algo. Había pensado hacía poco en matar a alguien que fuera conocido. Así, su tarea se completaría de forma adecuada; un personaje popular le haría, si cabe, más famoso entre la gente. Pero, ¿a quién matar? Tenía que ser una persona que no fuera apreciada por la mayoría. Porque si no, sería contraproducente. Recordó haber pensado en un presentador de televisión. Sonrió y encontró acertada la decisión, que también tuvo, de rechazar esa idea.

Finalmente, sin encontrar la persona adecuada, lo dejó para mejor ocasión. Antes de cerrar su libreta anotó, debajo del “funcionario”, otra palabra, esta vez en mayúsculas: “Conocido”.

Volvió a casa. Recordó que había dejado la camisa manchada de sangre en la manga en el fregadero. También recordó los esfuerzos, la noche anterior en casa de Miriam, para que la chica no viera las manchas. Pensó que había que tener cuidado con esos detalles. Revisó la camisa. ¡Con lo fácil que hubiera sido pasar por casa y cambiarse antes de llamar a Miriam! Además, si por cualquier tontería le hubieran parado en la calle y la policía le hubiera descubierto esa manga… Pero, pensó, por qué demonios tenía que preocuparse por idioteces. ¿Por qué le iban a parar en la calle? Se le ocurrió que la policía llegaba a la cabina en el momento en que estaba llamando a Lokis y… no quiso seguir con esos pensamientos. Decidió, a partir de esos momentos, extremar aún más sus precauciones y ser más meticuloso aún. Además, ya se conocía bien, y sabía que durante un tiempo sus ansias de matar desaparecerían; si no del todo, si en gran parte. Y que, por esa causa y también por precaución, esperaría un tiempo para matar otra vez.

Vio el cuchillo en la cocina. Había quedado como nuevo. En cambio, la camisa no se había limpiado por completo. Decidió quemarla y lo hizo en el mismo fregadero. Costó mucho más de lo que había previsto. Finalmente, las cenizas se fueron a parar a su bolsa de basura.

Revisó la cazadora y vio que, en la parte interior de la manga, también existían pequeñas manchas de sangre. Pero era francamente difícil verlas. Recordó que guardó el cuchillo ensangrentado entre su piel y la manga de la camisa, pero que, aún así, la sangre había traspasado en pequeña cantidad hasta ensuciar el forro de la manga derecha de la cazadora.

Decidió que en cuento pudiera se desharía de la cazadora de marras. Recordó sonriendo la ducha en casa de Miriam y su prisa por lavarse el brazo y borrar las huellas de sangre en la bañera de la chica, además de hacer una pelota con la camisa, con la manga sucia en el centro de la pelota. Miriam no se enteró de nada.

Al recordar a la chica, pensó: ¿Qué dirá cuando se entere de que el asesino educado se ha cargado a su clienta maleducada? Sonrió. Le gustaba haber hecho un favor a su chica preferida.

Decidió que el cuchillo podía servirle para un nuevo asesinato. Total, no era de un solo uso. Pero decidió también no ir armado por las calles en los próximos días. No hasta que sintiera, otra vez, la necesidad de matar.

Volvió a complacerse en la sensación que había sentido el día anterior al cometer las dos ejecuciones, tercera y cuarta de su carrera de justiciero. Volvió a sonreír, satisfecho. Ahora se sentía como si hubiera comido muy bien y en abundancia. Quizá en exceso. Y decidió que haría régimen durante un tiempo. Esa noche iría a la cafetería con el tiempo justo para encontrarse ya con Miriam. Hasta entonces iba acostarse. Si se dormía, no importaba. Pondría el despertador una hora antes de la cita con la chica, por si acaso.

Lo hizo. Y se acostó. Media hora después de meterse en la cama se había dormido.

Cuando Lokis había hablado con los testigos del segundo asesinato, dedujo que la gente era idiota. Esta vez nadie parecía coincidir en la descripción del agresor. Desde los que decían que llevaba pantalón gris hasta los que habían visto a un hombre con tejanos. Desde gabardina clara a cazadora marrón. De un hombre de mediana edad a un chico de unos diecinueve años con cara de drogadicto. De un tipo con bigote y barba a un barbilampiño, pasando por un bigotudo. Se hubiera desesperado de no conocer suficientemente al personal a través de sus años de reportero de calle.

Decidió que continuaría con sus ideas y que él se encargaría de vestir a su asesino. Y asó lo hizo. En su artículo aparecido el jueves, el asesino educado había sido visto, en ambos lugares donde se cometieran los crímenes, vestido de la misa guisa: Gabardina (la escogió al ser un día lluvioso por la mañana y

nublado por la tarde), pantalón gris, mocasín marrón. Moreno. Estatura media. Sin barba ni bigote y voz profunda.

Cuando dieron las ocho de la tarde recibió una llamada de la redacción. Pero no había llegado el anónimo. Era Yvette diciendo que se iba a casa y que ya había dado su recado a Bumper que se quedaba de guardia.

De modo que Lokis se enfrascó en los artículos de la semana para el diario y la revista semanal y en preparar sus programas radiofónicos. Antes, sin embargo, echó un vistazo a sus cuentas bancarias; se sorprendió. Jamás había tenido tanto dinero. Feliz, se sumió en su trabajo, con un termo de café junto a él. Se había olvidado, de nuevo, del whisky.

Eloy llegó a la cafetería un par de minutos antes de que lo hiciera Miriam, la chica se sorprendió cuando el hombre le dijo que pasarían la noche juntos. No sabía por qué, pero pensó que esa noche estarían separados. Le encantaba que Eloy tuviera ganas de pasar, cada vez, más noches con ella. Decidieron que esa noche también irían a casa de Miriam. Bueno, Miriam creyó que lo decidieron ambos, pero fue Eloy quien lo dio por hecho.

Fue ella quien cocinó. No le quedó excesivamente bien el primer plato -macarrones- pero fue mucho más desastroso el segundo -ternera con setas-. Sin embargo, Eloy pareció estar encantado con la forma de cocinar, esa noche, de ella. Incluso Miriam tuvo la sensación de que el hombre se relamía en un par de ocasiones.

Cuando estaba lavando los platos –desde hacía un tiempo lo hacia ella sola- Eloy entró por detrás y le levantó el delantal y la falda. Miriam se había puesto cómoda al llegar a su domicilio y no llevaba en esos momentos, nada de ropa debajo.

Se excitó mientras el hombre, agachado, la besaba las nalgas y metía su lengua entre ellas, llenándole de deseo.

No fueron a la habitación. Por primera vez en su vida, Eloy y Miriam jodieron en la cocina. Las manos enguantadas con la goma de los guantes de fregar, se apoyaban en la pila llena de agua con detergente y ésta humedecía los brazos de la chica hasta el codo. Los pies descalzos de Miriam se apoyaban en la mesa del centro de la cocina y el pan cortado que aún quedaba en ella, bailaba por toda la superficie de madera al ritmo de las embestidas de Eloy contra la

chica. Ésta tuvo que hacer un gran esfuerzo, un par de veces, para que las manos no le resbalaran por el fondo de la poco profunda pila evitando acabar ella y el hombre que tenía dentro en el suelo.

Cuando acabaron, jadeantes, se miraron a los ojos radiantes de satisfacción y de calma. Se sentaron en el suelo de la cocina y, mientras ella se quitaba los guantes, ambos prorrumpieron en sonoras carcajadas.

Eloy se puso el dedo índice de su mano derecha ante su nariz, como indicando silencio, al escuchar un ruido de voces en la cocina del piso inferior. Y Miriam se encogió de hombros, poniéndose roja y tapándose la boca para no seguir haciendo ruido.

Eloy se levantó y ayudó a incorporarse a la chica. La abrazó y comenzó a besar la oreja izquierda de Miriam.

Unos minutos después, los dos volvían a joder, ya en la cama de ella. Después se miraron amorosamente a los ojos y se besaron en los labios, solo rozándolos.

Luego, fumaron y se amaron en silencio, abrazados. Antes de apagar la luz, Miriam acercó su boca al oído de Eloy.

-Te quiero. Gracias.

Eloy se sorprendió.

-¿Gracias? ¿Por qué?

-Por todo. Por ser así. Tenías razón.

-Ah, ¿sí? ¿En qué?

-En que hay que vivir.

Se sonrieron. El hombre volvió a abrazarla y a besarla con ternura.

Apagaron la luz. Miriam abrazó a Eloy. Cuando la chica se durmió, Eloy la apartó de sí con cuidado de no despertarla. Luego encendió un cigarrillo y se lo fumó completamente satisfecho de ella, de él, de la vida.

La mañana del viernes, antes de las nueve, Lokis estaba en la redacción. Por la noche había dictado telefónicamente el artículo de ese día y ahora lo estaba leyendo en el ejemplar del viernes del “Guardián”.

El resto de artículos para la semana también los había llevado a la redacción, preparados para su publicación y solo a la espera de que llegara el anónimo,

por si el mensaje obligaba a cambiar alguna cosa, suponía que pequeña en caso de que fuera estrictamente necesario el cambiar algo.

También llevaba el artículo que iba a entregar con destino al semanario “El Centinela” y que, como todo lo que había estado escribiendo, se refería al famoso asesino educado.

Los programas radiofónicos los metió en un cajón de su mesa, a la espera de tener un rato libre en el que poder ocuparse en revisarlos.

Se hallaba sentado en su mesa, cuando Dominicci se acercó a él con una amplia sonrisa en su semblante.

-¿Qué hay, Lokis?

Lokis le miró algo molesto.

-¿Por qué no me avisaste de que tenía el teléfono intervenido?

Dominicci intentó quitar importancia al asunto.

-Oh, no quise molestarte. No pensé en que le dieras importancia.

-Ah, ¿no? –Lokis se iba enfadando cada vez más, consciente de que ahora –al revés que tiempo atrás- era él quien tenía la sartén por el mango.

-¿Y a ti te parecería bonito -siguió- que te intervinieran tu teléfono sin avisarte?

-Hombre… si era por el bien común…

-¡El bien común! Valiente fantasma estás tú hecho…

Los compañeros de Lokis miraron a Dominicci y rieron por lo bajo. Lokis nunca había caído excesivamente bien, pero Dominicci era el jefecillo y eso pesaba mucho.

-Por cierto –continuó la estrella del “Guardián”-, ¿sabe el Gran Jefe que permitiste que me intervinieran el teléfono?

Dominicci dudó. Luego, con inseguridad, aseguró:

-Sí…sí… claro que sí… se lo comuniqué con anterioridad.

La voz engolada del jefe de sección despertó la sospecha de que había dado en el clavo, al periodista de sucesos.

-Ya hablaré yo con él a ver si eso es verdad.

Las últimas palabras de Lokis acobardaron a Dominicci, que optó por batirse en retirada hacia su despacho, habiendo olvidado el motivo por el que se acercara a la mesa de Lokis, si es que lo había hecho con alguno en concreto.

En ese momento, el receptor de correo repartía el del día. Cuando vio el sobre con “”El Guardián” y su dirección recortados del propio periódico y pegados a él, no dudo en acercarse a Lokis.

-Toma. Debías estar esperando esto.

Toda la redacción se puso en pie y se acercó a su compañero. Dominicci vio el movimiento a través del cristal de su despacho y salió otra vez de él, aunque se quedo a una prudente distancia,

Lokis dio emoción a la apertura del sobre. Sacó el papel del interior muy lentamente y, más lentamente aún, lo desdobló.

-¡Tachán!

“Motorista por acera y madre con niño maleducado, asesinados por groseros hoy 26 de octubre, miércoles. El Asesino Educado”.

La redacción estalló en una ovación. Yvette fue la primera en gritarlo:

-¡Ha adoptado tu sobrenombre! ¡Eres un tío, Lokis!

Lokis se dejó hacer la pelota durante un buen rato, hasta que decidió llamar a la “Moby” para que subieran un par de cajas de botellas de whisky a la redacción con cargo a su cuenta.

Cuando todos tenían bebida en sus vasos de plástico, Lokis encabezó el brindis:

-Por todos nosotros. Hasta por Dominicci. ¡Y por nuestro asesino educado!

Rieron y bebieron. Las miradas de Dominicci –también con su vaso en la mano- y Lokis se encontraron. Éste guiñó el ojo derecho a su jefe y levantó otra vez su copa dirigiéndose a él. Pese al griterío que existía en la redacción, Dominicci leyó en los labios de su empleado “por el asesino educado”.

Cuando bebió, el jefe, para sí, hizo su brindis.

“Mecagüen tus muertos, periodista de pacotilla”.

Esa mañana del viernes 28 de octubre, Eloy también se levantó con Miriam. Le acompañó, también, al trabajo y, también otra vez, compró la prensa. Pero, en esta ocasión no compró solamente “El Guardián”. Al ver los titulares de los otros periódicos, los compró todos. Y también adquirió el semanario “El Centinela” que anunciaba en portada, encima del pubis de la chica en paños menores de cada semana, “El asesino educado ataca de nuevo”, en las letras

mas grandes que podían verse en la cubierta, casi del mismo tamaño que las que formaban el título de la revista.

Se metió en un bar con todo su cargamento y allí, mientras devoraba unas tostadas con mantequilla mojándolas en un café con leche, revisó detalladamente todo lo que había comprado.

Hora y media después de haber entrado en el bar, había leído con satisfacción todos los comentarios de los diferentes periódicos sobre sus hazañas de dos días antes. Sólo le faltaba leer el artículo de Lokis en “El Centinela”.

Abrió la revista y, en una ojeada, pudo apreciar que, como en el primer trabajo que hiciera el periodista para el semanario, su reportaje era un resumen de los artículos que había publicado en “El Guardián” el jueves y el viernes. Ya daba por sentadas muchas cosas del “Asesino educado”. Era como si el autor del escrito y sus lectores estuvieran compinchados respecto al personaje sobre el cual uno escribía y los otros leían. Después de esa primera ojeada, se dispuso a leer, detenidamente, todo el artículo, enterándose bien de su contenido y disfrutando de saberse el protagonista del mismo.

“El asesino educado ataca de nuevo”. “El pasado miércoles, 26 de octubre, nuestro personaje preferido ha vuelto a actuar.

Si un mes atrás los blancos de su ira fueron un grosero de autobús y un grosero de las máquina automáticas, ambos dos abusadores de ancianos débiles, en esta ocasión la mano justiciera de nuestro asesino se ha cernido sobre otros dos tipos de seres groseros: uno, el primero, un joven que a cada momento andaba poniendo en peligro la vida de pacíficos transeúntes, circulando a toda velocidad por las aceras de la ciudad con su motocicleta. Había convertido su vehículo en un arma mortal con la que amenazaba a los pacíficos ciudadanos que, por la desidia y la despreocupación de las autoridades competentes, se hallaban a su merced. Ya había causado numerosos heridos y contusionados a su paso y no lo importaba seguir causando más, incluso estamos seguro, ¿o no?, de que hubiera sido feliz sabiendo que causaba lesiones irreversibles a un anciano o acababa con la vida de un niño inocente… pues bien, a ese criminal en potencia se le cruzó, el pasado miércoles, en su camino un hombre: el asesino educado.

Nuestro hombre, vestido de forma poco llamativa, con sus pantalones grises, los mocasines marrones, la gabardina clara… y por tanto, como corresponde a

un día lluvioso, un enorme paraguas, llevaba varios días vigilando al jovenzuelo irresponsable en cuestión. Y, al ver cómo esa mañana arrollaba a dos niños indefensos y que circulaban tranquilamente por el lugar que les correspondía –es decir, por la acera-, no esperó más y colocó su paraguas justiciero ante el pecho del conductor alocado. No fue nuestro hombre, amigos, sino el propio motorista quien se ajustició él mismo. La velocidad inadecuada que llevaba cabalgando a su máquina infernal hizo justicia. El irresponsable se atravesó con el aparato que utilizamos para protegernos de la lluvia. Con un inofensivo paraguas.

Es un dato a tener en cuenta. Nuestro hombre es tan inofensivo como puede serlo un paraguas común. Solo que, cuando alguien actúa en forma inadecuada, el paraguas puede convertirse, como hemos visto, en un artefacto letal. Como nuestro asesino educado. Pero sólo si nos salimos del camino que debería ser nuestra guía.

Como se salió también una señora, madre de familia, que, no solo maleducaba a su hijo, sino que le maltrataba, le pegaba sin el menor motivo y abusaba de su condición de adulto, amparada en su condición –sublime condición ésta- de madre. Se pasó por alto los comportamientos éticos que deben regir nuestra vida, máxime si somos responsables de infantes que conformarán las próximas generaciones, nuestro relevo natural.

Pero, el asesino educado, omnipresente, como el ojo que todo lo ve (¿será un enviado del Cielo?), volvió a castigar. Esta vez con más razón, si cabe, que en las anteriores. Y la mujer cayó, herida de muerte, por la mano justiciera de nuestro hombre. No supo rectificar a tiempo y nuestro asesino se vio obligado a atacar otra vez.

¿Qué puedo decirles, amigos, que no estén pensando ya? Vayan con cuidado, procuren hacer el bien y dejen a un lado las groserías. La vida ya es bastante dura como para hacérnosla más desagradable con nuestro comportamiento. Sean educados. Prodiguen amabilidad para con sus semejantes.

Piensen que en cualquier lugar, en cualquier instante, si cometen una grosería, él puede estar allí, viéndoles. Y puede decidir que usted, sí, usted, será su siguiente víctima”. “Lokis”.

Eloy había comenzado riendo el artículo. Pero, hacia la mitad, empezó a preocuparse. Leía sobre ese tal “asesino educado” como si no fuera él; como si fuera alguien desconocido.

Y pensó que no le gustaba. No le gustaba ni el asesino educado ni el loco que estaba escribiendo sobre él.

Se terminó el café con leche. Cerró la revista. Se levantó cansinamente.

Cuando salió del bar, con todas las revistas bajo el brazo, se encaminó –no supo por qué, como le ocurría siempre- hacia el parque.

Echó todo el papel que llevaba en la primera papelera que encontró en el recinto.

Llegó hasta el banco donde solía sentarse y se dejó caer en él.

Miró hacia arriba, a los gorriones que volaban por encima del lago cercano.

Y una lágrima se deslizó por su mejilla derecha, hasta humedecerle el cuello de la camisa.

¡¡¡ CONTINUARÁ !!!