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Novela “El Asesino Educado”, de Martín Hache. Capítulo 13.

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CAPITULO XIII. EL MIEDO DA EDUCACION

Eloy se fue caminando por una agradable avenida. La luz del sol calentaba agradablemente su cuerpo. De pronto, se hizo la oscuridad, cayendo la noche de golpe, sin previo aviso ni transición. La avenida con sus casas colindantes se transformó, también repentinamente, en una estrecha carretera con altos árboles en sus cunetas. Un extraño resplandor iluminaba tan tétrica carretera.

Eloy siguió andando, pese a la dificultad que le entrañaba el hacerlo, debido a un fuerte viento que se había levantado, cómo no, tan súbitamente como fuera apareciendo todo lo demás. Caminaba por el centro de la angosta carretera, cuyo asfalto iba dejando paso a la tierra polvorienta que, ahora, conformaba el camino. Eloy miró a sus pies –por la carretera o camino actual no circulaban coches, ni personas al margen de nuestro hombre- y vio una especie de alcantarilla, de agujero y tapas redondos; en el cierre metálico figuraba una inscripción que, con ciertas dificultades, podía leerse todavía: “Almacenes”.

Cuando la tapa se apartó por la fuerzas de unas manos, Eloy no se extrañó –como no se había extrañado de nada de lo ocurrido anteriormente- de la aparición de una Miriam sonriente.

-Hola cariño- dijo la chica.

El hombre se apartó para que su amante saliera de los almacenes y cerrara de nuevo la tapa tras hacerlo.

-He tenido un día tremendo.

Tras pronunciar estas palabras, Miriam abrazó a Eloy y le besó en la boca de manera que despertó en Eloy todas las pasiones que llevaba a cuestas. Al separar sus labios, el gesto de la chica se contrajo y mostró una expresión de fastidio.

-Hoy ha vuelto. Estoy hasta el gorro de ella y de su niño.

El estómago de Eloy dio un vuelco. No podía ser. Él había acabado con la mujer que iba los miércoles y los viernes a los almacenes y permitía a su maleducado hijo acabar con todos lo que se le ponía al paso. Eloy sintió una angustia tremenda, aunque todavía le quedaban esperanzas de que Miriam se refiriera a otra persona.

-¿Quién ha vuelto? ¿A quién te refieres?

Miriam sonrió y besó a Eloy en la mejilla, mientras ambos caminaban por el camino rodeado de cipreses; pero no iban de vuelta por él, sino que seguían andando en la misma dirección en la que caminara Eloy cuando estaba solo.

-A esa señora que le deja hacer todo a su horroroso hijo, cariño. Ya sabes quién es. Te he hablado muchas veces de ella.

Eloy notaba que un sudor frío le estaba recorriendo todo su cuerpo. No podía ser. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si se hubiera equivocado de madre y de niño? ¿Y si hubiera acabado con la vida de un ser inocente?

Siguió pensando, mientras a un lado de la carretera una especie de recinto sin casas pero con cruces clavas en la tierra –ahora mojada, inopinadamente- anunciaba “Rebajas” en su entrada. Miriam fue hacia allí a echar un vistazo.

“No puede ser. Yo mismo fui a los almacenes. Me cercioré de que fuera ella. No podía haber equivocación. Entre la descripción que me dio Miriam y mi instinto, tuve que acertar. Era ella, estoy seguro. Entonces… ¿cómo es que la ha vuelto a ver?”

La sensación de angustia se hacía cada vez más fuerte en el interior del hombre. Miró hacia un lado del camino. Los cipreses -¿o eran sauces ahora?- desprendían una extraña luz, cada vez más mortecina.

Vio a Miriam entrar en el cementerio y, allí, la mujer con el niño, salía de debajo de una de las cruces, levantando la tierra, para atender a la chica cuando ésta deseó realizar unas compras.

Eloy quiso gritar algo a Miriam. Seguía sintiendo una angustia extraña y cada vez mayor. De su boca no salió ni un sonido, aunque siguió intentando gritar avisando a la chica. Pero, ¿de qué quería avisarla? No lo sabía. Estaba allí, al borde del camino intentando hablar sin poder hacerlo, mientras ella se metía bajo tierra, siguiendo a una sonriente madre, pálida y atractiva, y al sonriente niño, pálido y antipático.

Despertó. Un sudor frío le bañaba todo el cuerpo. Se incorporó en la cama como si fuera a quedarse sin respiración. Se cogió el cuello. La garganta le quemaba. Se quedó así, en la penumbra de su habitación, durante un rato. Sentado en la cama, jadeante. Bebió un poco de agua del vaso que siempre tenía medio lleno en su mesilla de noche; incluso en las siestas que, como hoy, hacía de vez en cuando.

Se levantó. Atribuyó la pesadilla a la copiosa comida que había hecho. Había almorzado muy fuerte y en demasiada cantidad.

Miró el despertador. Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde de ese mismo viernes; un viernes que le estaba pareciendo el día más largo de su vida. Se había despertado cinco minutos antes de que sonara el despertador. Quitó la alarma; ya no era necesaria.

Se lavó tras medio vestirse, y luego, acabó de hacerlo. Se preparó para salir. Quería pasar un poco antes hoy por la cafetería “Moby”. Recordó esa mañana y la sensación desagradable que había experimentado. Se miró al espejo y siguió sin gustarse, aunque no se encontró tan desagradable como horas antes.

Quitó pensamientos de su mente. La curiosidad de saber qué opinaba la gente cercana a él de los últimos acontecimientos, pudo más que la desgana.

 

Lokis tuvo una comida con el editor de su empresa. El periodista se sintió de nuevo halagado, cuando la secretaria de dirección le informó que el Gran Jefe le invitaba a comer; era la tercera vez -y las tres en los últimos tiempos- que lo hacía y a Lokis le encantaba escuchar halagos por parte del mandamás del diario.

Sabía, además, que esas comidas despertaban la admiración y la envidia de sus compañeros hacia él. Se dispuso a pasar un rato de lo más agradable. Explicaría al jefe sus ideas respecto a futuros reportajes sobre su asesino educado.

Pero la comida no fue como Lokis esperaba. El Gran Jefe ya apareció preocupado en el vestíbulo del edificio, su gesto fue a peor durante el viaje en el coche y, cuando el chófer abrió la puerta para que salieran del vehículo a la entrada del restaurante, decididamente era una cara de pocos amigos la que llevaba puesta el mandamás.

Delante del aperitivo la inquietud de Lokis había alcanzado su mayor grado. Sabía que la cosa no iba bien, pero no podía adivinar por qué. Después de leer la carta y pedir –Lokis no estudió mucho la cuestión; pidió lo mismo que su superior- el Gran Jefe habló.

-Francamente, estoy muy preocupado por todo este asunto.

Lokis decidió que cuanto antes se enterara de lo que estaba pasando sería mejor.

-¿Qué es lo que pasa? Creí que todo iba sobre ruedas.

-Pues no es así. En estos últimos tiempos, me refiero a esta semana, he tenido problemas de toda índole. Y todo por causa de ese asesino…

Buscaba el adjetivo, pero no parecía encontrarlo.

-Educado –apostilló Lokis.

-Eso, su asesino educado de las narices.

-Si me dice qué tipo de presiones ha recibido… quizá yo pudiera ayudarle.

El Gran Jefe le miró con incredulidad. Le parecía mentira que un ser tan tonto pudiera haber tenido tanto éxito con un reportaje. Cuando recordó sus problemas, emitió una corta risita desganada.

-Mire. Iré al grano. Ayer tuve un día terrible. Varias asociaciones de vecinos llamaron al periódico, alarmados por ese asesino que anda suelto, exigiéndonos que no escribamos sobre él cosas que lo conviertan en un héroe.

-Bueno. Esas cosas pasan…

El Gran Jefe siguió como si no hubiera escuchado las palabras de Lokis.

-Anoche, en mi domicilio particular, recibí las llamadas de diversas personalidades políticas, intelectuales y de ese tipo de gente que no sabes lo que hace pero que resulta que son importantísimos. Todos ellos protestaban por la forma amarillista en que presentábamos el asesino ese.

Lokis intentó seguir quitando importancia al tema, pero no pudo ni empezar una frase.

-Y hoy –prosiguió el Gran Jefe-, he recibido la noticia a través de varios abogados, de que los familiares de las víctimas de tal asesino, han presentado una denuncia contra la editorial, por difamación y tergiversación de los hechos.

Lokis tragó saliva cuando el camarero servía las endibias.

-Bueno. Siempre hay riesgo en la profesión.

El Gran Jefe pegó un puñetazo, no muy fuerte, pero seco en la mesa.

-¿Riesgos? Y un cojón. Lo que hay es mucho irresponsable.

Lokis sonrió.

-Eso es cierto, señor director. Muy cierto.

El Gran Jefe le miró con ira en sus pupilas.

-Me estoy refiriendo a usted, Platt.

Lokis se quedó mirando con la boca abierta a su jefe. Cuando éste atacó sus endibias, volvió a tragar saliva con dificultad.

El Gran jefe siguió hablando.

-No sé si está usted capacitado para cambiar el enfoque de sus artículos.

El periodista se alarmó.

-¿Cambiar el enfoque? Pero… estamos vendiendo más que nunca…

El jefe le interrumpió.

-Sí, maldita sea. Ya lo sé. Pero el dinero no lo es todo.

Lokis abrió unos ojos como platos. Luego, no pudo evitarlo, se echó a reír –quizá fue el mismo nerviosismo lo que le hizo reaccionar así.

-Disculpe… -dijo después de reír- pero es lo último que esperaba oír de ustedes.

La sorpresa en el rostro de su jefe, dio paso al enojo y, al escuchar el “ustedes” de labios de su empleado, volvió la sorpresa a la cara del jefe.

-¿Ustedes? ¿Quiénes somos ustedes?

Lokis había superado sus miedos. No le importaba un pimiento lo que opinara su jefe. Creía tener a la opinión pública en el bolsillo. Y, al pensar en que había creado polémica con su trabajo, se sintió más satisfecho todavía.

-Ustedes, los mandamases. Se pasan la vida puteándonos a los de abajo. “Más fuerte. Ese artículo más fuerte. Inventa si no averiguas. Hay que vender. Lo más importante es vender. Si los del Consejo reciben dinero, les importará un pijo cómo lo conseguimos”. Siempre diciéndonos eso. Y, cuando lo hacemos, cuando vendemos… a las primeras protestas, palo. Y la polémica, son ustedes los primeros en decir que es buena, que hace vender más.

El jefe terminó sus endivias. Su semblante era pálido.

-Además, esta mañana he recibido una visita del ese inspector Mauro. Iba acompañado.

-Siempre va con acólito.

-¡Que acólito ni qué narices! Iba con un representante de Interior.

Lokis se quedó de piedra.

-¿Del Ministerio?

-¡No! Del interior del restaurante, si le parece… -el jefe intentó calmarse-. Los de arriba están preocupados. Y cuando se meten los de arriba, se acabó lo que se daba.

Lokis se quedó, ahora, pensativo.

-No es tan malo.

-Ah, ¿no? Pues ya me dirá usted qué hacemos.

-No creo que sea necesario hacer nada. Seguimos a lo nuestro y ya está. Que protesten… ¿Cómo era la frase? Sí… Ladran, luego cabalgamos.

El Gran Jefe miró a Lokis atónito. No sabía si era un imbécil, un loco… o tenía razón.

-Desde luego, es usted un tipo algo especial… -reconoció el mandamás del diario.

Lokis sonrió.

-Gracias. Usted déjeme seguir como hasta ahora. Verá como todo queda en una tormenta en un vaso de agua. No hará falta cambiar el enfoque… ni al periodista –siguió sonriendo-.

El jefe suspiró. Esperaron el segundo plato. Durante éste no hablaron. Después del café y las copas, mientras daba su tarjeta de crédito para pagar la cuenta, el jefe remató la conversación.

-Dejaremos un “impasse”… unos días. Ya veré. Luego, volveremos a hablar.

Salieron. Lokis agradeció al jefe la comida y dijo que él se iba a pie. Cerró la puerta del coche cuando entró en él el mandamás y esperó a ver cómo arrancaba el vehículo. Luego, miró hacia arriba y a los lados, comprobó la hora en su reloj de pulsera, se encogió de hombros al notar fresco en el cuello y se subió las solapas.

Echó a andar satisfecho consigo mismo y en cómo le había plantando cara al Gran Jefe del “Guardián”.

Caminó un rato y pasó por delante de una sala cinematográfica en la que anunciaban películas porno. Leyó el título y sonrió al parecerle sugerente. Entró. Era la segunda vez que lo hacía en toda su vida para ver un film de esas características: solía ver algunas cintas de video sobre el mismo tema, aunque casi nunca terminaba de pasarlas o lo hacía a velocidad superior a lo normal.

Prefería las revistas especializadas; probablemente, el papel le estimulaba más la imaginación.

Vio el metraje completo (que no llegaba a la hora y cuarto) aunque no en orden. Entró a media proyección y, después de un pequeño descanso de diez minutos, reemprendió la visión del engendro hasta llegar al punto en el que entrara a la sala.

Durante al rato que estuvo a oscuras, se sorprendió de las idas y venidas de los lavabos de gran parte del público. Había una aplastante mayoría de espectadores del género masculino. Le pareció que tan solo estaban en la sala dos féminas y ambas iban con pareja masculina.

Cuando salió del cine, fue dando otro paseo, relajado, hacia la redacción del periódico. Pensaba, otra vez en su conversación con el Gran Jefe y volvía a sentirse satisfecho consigo mismo.

Al llegar a la redacción, echó un vistazo a la “Moby”. Vio en la barra –medio ocupada- la figura de Eloy Schneider. Le pareció que era la persona ideal para, esa tarde, charlar sobre el asesino educado.

-Hola, Eloy. ¿Cómo va?

El contable se volvió. Tenía una expresión triste en su rostro.

-Hola, Lokis. Ya ves…

Lokis levantó la mano y asintió cuando el camarero, últimamente muy simpático con él, le mostró la botella de whisky.

-Te noto bajo de moral. ¿El trabajo o los amores?

-No… no sé. Todo me va bien –contestó tristemente Schneider-.

-Pues levanta ese ánimo. Oye, ¿Qué opinas de lo que he escrito esta semana sobre nuestro asesino? ¿Lo has leído?

Eloy intentó seguir con su táctica de no mojarse.

-Sí… está bien.

-¿Solo bien? ¡Es magnífico!

Eloy sonrió. La tristeza seguía reflejándose en su sonrisa.

-Sí… quizá lo sea.

-¡Venga, hombre! Coméntame algo más… saca a relucir tu filosofía…

-No sé qué puedo decirte… tu conoces mejor que nadie a ese tipo…

-¡Eso es verdad, querido amigo! –sentenció el periodista-.

Eloy no tenía fuerzas ni para reírse por dentro de la presunción de su interlocutor.

-¿Sabes? –siguió Lokis-. Ha habido protestas.

Eloy pareció interesarse, ahora, por la conversación.

-¡Ah! ¿Sí? ¿De quién?

El camarero había servido un whisky con cola. Lokis cogió el vaso que estaba situado junto a la taza semivacía de café de su compañero de barra.

-Pues de estúpidas asociaciones de vecinos, de familiares de las víctimas, de politicuchos… Je, je –rio-, están asustados.

-¿Por qué?

-¡Pues por qué va a ser! He convertido a ese chalado en un héroe… y ellos no quieren héroes. Tienen miedo de que un tipo cualquiera empiece a limpiar las calles y la gente se dé cuenta de que eso tendrían que hacerlo ellos. Estamos rodeados de gentuza, amigo mío, y la gente, la gente de la calle, empieza a estar harta.

Eloy miró al periodista. Le miró muy adentro. Y se dio cuenta de que lo que decía era lo que pensaba. No supo si asustarse o reírse. La estupidez humana no tenía límites –pensó.

-¿Tu crees?

Lokis se iba creciendo a medida que hablaba.

-¡Puedes estar seguro de lo que te digo! Sé de buena tinta que el Ministerio del Interior está preocupado con el asunto. Tiene miedo de que un tipejo que anda por ahí cargándose groseros, les acabe quitando la poltrona en la que se creen sentados para los restos.

-Pero… ¡cómo va a entrar en el gobierno un asesino!

-¡No hombre. No es eso! –rio Lokis-. La oposición, tonto. Saben que la oposición va a entrar a saco en el tema para aprovecharlo.

-¿Aprovecharlo? ¿Cómo puede aprovecharlo?

-¡Muy fácil! Dirán que hay un asesino suelto, porque la gente ya se ha cansado de pagar y no recibir nada a cambio. Ni protección ni nada. Y que uno de la gente, uno del pueblo, ha tenido que armarse de valor, y de otras cosas, y salir a la calle a acabar con los que abusaban de los demás.

-¡Ah! –Eloy no había llegado tan lejos nunca en sus cálculos-. Pues vaya follón.

Lokis rio y bebió un trago largo de su mejunje.

-Sí. Y yo he sido el causante del follón. Yo. ¿Te imaginas? Están que trinan conmigo.

-Lo comprendo.

Lokis miró al contable, como intentando adivinar qué era lo que pensaba. No sabía nunca si era un poco corto o le estaba tomando el pelo.

-¿Sí? ¿Y qué te parece todo eso?

Eloy se había animado. No tenía ni idea de por qué, pero le divertía todo el lío que le acababa de explicar el periodista y que, al parecer, había formado al asesino educado. El asesino y la descripción demagógica, por parte de aquel memo, de sus andanzas, claro. Se empezó a sentir mejor.

-Pues que tú has hecho tu trabajo, solamente. Y que debes seguir así. Vamos, creo yo.

Lokis sonrió. “No es tanto tonto como parece”, reflexionó.

-¡Sí señor! Sabía que tú me entenderías. Eres el único que siempre sabe qué es lo que hay que hacer. ¡Eres un tío, Eloy! Tómate lo que quieras.

Eloy sonrió. Miró su café casi consumido ya y se encogió de hombros.

-¡Eh! ¡Ponle otro de lo mismo al caballero! –gritó Lokis al camarero.

El periodista ofreció un cigarrillo a su contertulio y luego encendió los dos pitillos. Expulsó la primera bocanada de humo hacia el frente. Se sentía mucho mejor después de hablar con el tipo aquel. Sabía escuchar y, además, comprendía con relativa rapidez lo que le explicaban. Decididamente, se sentía a gusto junto a aquel contable de mierda.

En aquel momento, entraron un grupo de gente, hombres y mujeres, entre los treinta y los cuarenta años de edad todos ellos, y se colocaron en círculo cerca de la barra, a la derecha de Eloy.

Empezaron a hablar sobre el asesino educado y sus andanzas. Lokis le dio con el codo a Eloy y ambos sonrieron. Permanecieron en silencio escuchando los comentarios de los recién llegados. Todos ellos hablaban del mucho cuidado que ahora tenían en su comportamiento con los demás.

-¡No sea que nos esté mirando el asesino ese!

Comentaban cada vez que alguno explicaba su extrema educación para con sus semejantes desde que se enteraron de la existencia del asesino. Reían al apostillar con la frase de marras cada comentario.

Lokis iba soltando pequeños codazos de complicidad a su compañero de barra.

Mientras el grupo seguía sus comentarios, más o menos en el mismo estilo que los anteriores, Miriam entró al bar. Buscó a Eloy con la mirada, desde la puerta, y fue hacia la barra al verle. Se colocó entre Lokis y Eloy y besó a éste.

-Hola, familia.

-¡Preciosidad! ¡Ya sabía yo que faltaba lo más importante!

Rieron la estupidez de Lokis. Luego charlaron un poco. Eloy esperaba a que se fuera el periodista para preguntar sobre la mujer con el niño maleducado. Pero no hizo falta.

-¿Habéis leído lo del asesino…? –Miriam se golpeó en la frente con la palma de la mano izquierda- ¡Claro! Cómo no vais a haberlo leído…

-Yo no. Solo lo he escrito –rio su ocurrencia Lokis.

-Pues yo he llegado a pensar si esa mujer no sería la que venía por los almacenes los miércoles y los viernes…

Eloy se alarmó ante las palabras de Miriam. Lokis, sonreía bobaliconamente sin saber a qué se refería la chica.

-¿Qué mujer…? –preguntó el periodista, sin dejar de sonreír.

Miriam miró con aire cómplice a Eloy.

-Una que viene dos veces por semana a incordiarme con su hijo.

Eloy, tímidamente, se atrevió a preguntar:

-¿Y cómo va a ser esa, si hoy es viernes?

-¡Pues por eso! Es el primer viernes que no viene a los almacenes en mucho tiempo.

-¡Hay muchas mujeres así! Pero la que se ha cargado el asesino educado, además, pegaba a su hijo.

Lokis había hablado convencido de lo que decía. Eloy le miró disimuladamente mientras el periodista bebía de su vaso.

“Se cree lo que inventa. Este hombre no está bien” -pensó.

-Sí. No habrá habido suerte –bromeó la chica.

El periodista terminó su copa y miró, como siempre hacía aunque la mayoría de las veces no sabía para qué, su reloj de pulsera.

-Bueno, pareja. Es tarde, el deber me reclama.

Levantó la mano y con un gesto señalando en círculo todo lo que tomaban los tres –Miriam bebía un café con leche que el camarero le había servido sin

preguntar- miró al camarero, que asintió. El chaval apuntó en una nota el importe de las consumiciones. La nota empezaba ya a ser, otra vez, respetablemente larga.

Eloy y Miriam se quedaron a solas. El hombre había superado el bache que tuviera durante todo el día, y volvía a ser en gran parte el Eloy Schneider que le gustaba a la chica.

Salieron de la cafetería y, al pasar por la puerta de la redacción del “Guardián” miraron hacia arriba, instintivamente. Luego siguieron su camino hacia la casa de él.

El inspector Mauro había tenido un día funesto. Las presiones del Ministro referente al asunto del asesino educado, le traían loco. Tenía un plazo de un mes para aportar alguna luz sobre el caso. Mauro pensó que lo único que podría retrasar su cese era que el asesino de las narices dejara de matar. Si volvía a hacerlo en los próximos días y no tenía la menor pista sobre la identidad del individuo, estaría acabado.

Pensó en el desgraciado del periodista que había armado el lío. Si no hubiera dado tanto bombo al criminal común aquel, no se hubieran liado tanto las cosas. Y él estaría tan tranquilo como siempre.

Se cagó en la madre del tal Lokis y recogió sus cosas del despacho, preparándose para volver a casa. Llamó por teléfono a su mujer y le preguntó que había esa noche de cena, de la misma manera que preguntaba “¿dónde estuviste anoche?” en los interrogatorios de comisaría. Luego, salió de la estancia tras apagar la luz y cerró la puerta.

Aquella noche, los restaurantes y las discotecas volvieron a llenarse, como cada viernes. La crisis se notaba en muchas cosas, pero no en las salidas nocturnas ni en las de los fines de semana.

El tema preferido de conversación fue, como durante los últimos días, el del asesino educado.

Habían cambiado la forma de comportarse. La gente parecía andar con más cuidado. Respetaban la salida de los locales o de los transportes y no entraban hasta que todos hubieran salido.

En el metro y en el autobús, los jóvenes se levantaban para ceder su asiento a las personas de edad más avanzada o a las mujeres embarazadas.

Algunos hombres se ofrecían a llevar la pesada cesta de la compra a algunas mujeres. Los ciegos eran acompañados a cruzar las calles por amables transeúntes que depositaban al invidente al otro lado de la calzada.

Los conductores eran más educados los unos con los otros y no sobrepasaban los límites de velocidad establecidos.

Si se producía alguna leve infracción de tráfico, el conductor se excusaba ante el guardia y le pedía que le pusiera la merecida multa.

Los agentes del orden circulatorio no daban crédito a sus ojos. Pero también ellos trataban a los viandantes y a los peatones con extrema amabilidad.

Había bajado de manera notoria el número de delitos contra la propiedad. Había menos asaltos, menos peleas, menos gritos. Los ciudadanos parecían preocupados por si alguien estuviera durmiendo y hablaban en un tono que no se recordaba por los alrededores. Nadie levantaba la voz más de lo necesario.

La ciudad parecía otra. Se había convertido en un sitio muy agradable en el que habitar.

Cada vez que alguien efectuaba una buena acción –como cada quisqui creía; no se daban cuenta de que, simplemente, estaban haciendo lo que habría que hacer siempre-, miraba a un lado y a otro, sonriendo satisfecho por su comportamiento.

De vez en cuando, caminando o al volante de su vehículo, la gente observaba de reojo a un tipo solitario, con cazadora o gabardina y pantalones grises, que andaba por la acera.

Se les hacía un nudo en el estómago y decidían que, a la primera oportunidad que se les presentara, ejecutarían una buena acción.

¡¡¡ CONTINUARÁ !!!