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Novela “El Asesino Educado”, de Martín Hache. Capítulo 14.

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CAPÍTULO XIV. LA OPINIÓN PÚBLICA.

El debate televisado iba a comenzar, como cada lunes, a las diez de la noche. La cadena que lo emitía era la rival –en lo que hacía referencia a emisoras privadas- de aquella en la que los propietarios del “Guardián” tenían intereses.

El moderador, un incisivo periodista proveniente del canal estatal, presentaba a sus invitados.

-En los últimos tiempos un tema ha centrado el interés de los ciudadanos. Incluso, al parecer, ha modificado nuestros hábitos de conducta y la relación interpersonal ha sufrido una sensible modificación. Como cada lunes, “Debate-5” quiere presentar a los espectadores que han escogido nuestro canal, un tema de máxima actualidad. Trataremos hoy el caso del “Asesino Educado”, como la opinión pública denomina a ese hombre que dice actuar en contra de la grosería.

Para hablar del tema tenemos con nosotros a…

A cada nombre, un primer plano del personaje en cuestión.

-…Johan López, sociólogo…

Tras cada profesión, los méritos del invitado.

-…Mercedes Seeler, presidenta de la Asociación de Vecinos de Río Bajo…

-Mel Bidone, religioso…

-Eu Pagliostro, miembro del gobierno actual, subsecretario del gabinete de prensa del Ministerio del Interior.

Una vez presentados los cuatro contertulios, dio comienzo el debate. El sociólogo y la presidenta de la asociación de vecinos se mostraron contrarios a la actuación del asesino al que el programa hacía referencia.

El religioso, culpaba a la falta de moral de la sociedad actual, de la aparición de un personaje como dicho asesino.

Y, sorprendentemente, el representante del gobierno era quien se mostraba decididamente a favor de la actuación criminal del individuo.

-No se puede tolerar que en una sociedad basada en la igualdad y en la democracia, aparezca un individuo que vaya por ahí matando a quien le molesta. Es inconcebible en un país moderno y progresista, que parte de la opinión pública se ponga a favor de tan maquiavélico personaje. Estamos volviendo a los días más negros de nuestra historia. Es tan solo un grano de arena, pero si no se ataja a tiempo, la anarquía y el caos pueden apoderarse de nuestra juventud…

El debate discurría por cauces moderados hasta ese momento. Las primeras frases intemperantes, estas últimas, habían sido pronunciadas por el sociólogo, que tenía pinta de intelectual trasnochado.

La primera que pareció picarse con el tono del intelectual, fue la señora Seeler.

-No es eso, señor Gómez –espetó-, no es eso…

-López –corrigió el sociólogo.

La mujer prosiguió sin darse por enterada de la rectificación.

-… Nosotros estábamos, en un principio, en contra de las acciones de ese “asesino educado”. Los miembros de nuestra asociación tenían miedo de que pudiera ocurrirles algo, tan solo por circular libremente y seguir actuando como el todo el mundo lo ha venido haciendo siempre.

El cura asintió. “O sea, groseramente”, apostilló.

La mujer miró al religioso de reojo y continuó su perorata.

-Pero, últimamente, algunos de nuestros asociados ha caído en la cuenta de que, desde que apareció ese hombre, el asesino vengo a referirme, las relaciones entre la gente han mejorado… -la mujer había cambiado de bando tras 20 minutos de programa.

-¡Por el miedo, señora! ¡Por el miedo, nada más! –gritó el sociólogo.

-¡Por lo que sea, caramba! -refunfuñó la mujer-. El caso es que han mejorado. Y eso, señores, es un hecho. Y un hecho vale más que mil palabras, como todo el mundo sabe.

-¡Eso es una imagen, señora! ¡Lo que vale más que mil palabras es una imagen! –el sociólogo estaba visiblemente fuera de sí.

-Bueno, pues yo digo un hecho. Y ya está –la señora Seeler andaba muy ufana de sus razonamientos y no iba a ser el gafitas melenudo aquel quien le hiciera arrepentirse de sus palabras-. Nosotros decimos, ahora, sí al asesino educado. Y no es que seamos partidarios del crimen…

-¡Nooooo! –bromeó el sociólogo.

-¡No, señor mío! –Mercedes miraba ahora fijamente y enfadadísima al único enemigo que parecía tener en el debate. –No. Pero si los que mandan no hacen nada, tendremos que hacerlo nosotros…

El moderador interrumpió a la mujer para dirigirse al político que representaba al gobierno.

-¿Qué tiene que decir a eso, señor subsecretario?

El representante del gobierno carraspeó y se colocó mejor en el asiento. Las palabras del moderador le habían pillado en fuera de juego, pensando en un pequeño problema matrimonial que le quitaba el sueño desde hacía un par de semanas.

El moderador echó un capote al miembro gubernamental.

-Por alusiones… ¿Cree usted que los que mandan, o sea su grupo, no hace nada para mejorar la situación?

-Bien. Hemos de partir que nos hallamos en un sistema de igualdad y de respeto hacia los derechos humanos. Por lo tanto, nadie debería creerse en posesión de la verdad. Mi grupo cree que solo mediante un tratamiento objetivo de los fenómenos sociales puede llegarse a la entente que necesitamos y, yo mismo, pienso que, además de eso, debemos formar una plataforma de

coacción ante la sociedad, exigiendo que todo ello se cumpla. Es muy bonito reclamar los derechos, pero hay que saber cumplir con los deberes.

Y se quedó tan ancho. El religioso dio una cabezada en su butaca y se vio perfectamente en el plano general. El directo tiene esas cosas, comentaría en diferido, hacia el final del programa, el moderador. El sociólogo sonrió con sorna. Y la representante de la asociación de vecinos de Río Bajo frunció el ceño, enarcó las cejas, se le disparó un ojo y se rascó la oreja, perpleja ante las palabras gubernamentales.

-Mire –dijo-, señor subnosequé… No sé que ha querido decir con eso, pero en el barrio no podíamos más… atracos, delincuencia de todo tipo, asesinatos, robos e, incluso, delincuencia de todo tipo…

-Eso ya lo ha dicho –sentenció el sociólogo.

-¡Pues lo repito! –se cabreó la señora.

-No, si era para ayudarla… creo que voy a ponerme de su parte –terció, de nuevo, el sociólogo.

El moderador se asustó. Aquello se estaba convirtiendo en un circo. Pensó que nadie haría ni caso al programa –como siempre- aunque, por un misterio insondable, figurara en los primeros lugares de los índices de audiencia. Pero esta vez se equivocaba.

-Bueno, pues eso. –Asintió con su cabeza la mujer-. Aquí hay que decir las cosas como son. Yo no sé hablar tan bien como este señor –señaló al representante del gobierno- pero sé lo que me digo. Desde que apareció el asesino invisible en el barrio se vive mejor.

-Educado –sonrió el moderador.

-Ese –concluyó la mujer.

La publicidad vino a interrumpir el apasionante debate. En la segunda parte del programa, el moderador explicó la ausencia de miembros del grupo de la oposición. Había sido invitado un “subalgo” de ese grupo, pero declinó el ofrecimiento. La mujer había dicho todo lo que quería decir y el sociólogo se lució en un brillante ensayo sobre la peligrosidad del fascismo social amparado en el sentido de la justicia.

“Muy peligroso”, había concluido. Las fricciones entre el intelectual y la mujer habían desaparecido y, aunque los telespectadores nunca lo supieron, a la salida se fueron juntos de copas.

Por su parte, el religioso soportó estoicamente hasta casi el final sin abrir la boca nuevamente y, solo en los últimos minutos, habló un poco para decir que hacían falta más vocaciones y que su orden admitiría, incluso, al asesino educado en su seno si esa persona dejada de la mano de Dios se acercaba a ellos en busca de cobijo.

El representante gubernamental no llegó al final del debate. Una cena oficial con el subsecretario del Ministerio de Agricultura de un país vecino se lo impidió. Prometió volver.

El moderador, con su mismo aspecto pulcro y simpaticón, despidió el programa hasta el lunes siguiente, en el que el tema central sería el de “La violencia en el deporte”, otro apasionante coloquio que contaría, además, con una primera figura del deporte del país.

Los comentarios de los días siguiente entre la gente de la calle, coincidían, mayoritariamente, con los de la señora del debate. Algunas personas que se consideraban mejor preparadas y con mayor capacidad intelectual que las demás, condenaban la actitud, no solo del asesino educado, sino de los que defendían su cruzada. Una cruzada “muy peligrosa” según la opinión de ese último grupo.

El martes 15 de noviembre, día siguiente al debate, “El Guardián” publicó, en sus páginas de televisión, una crítica sobre el mencionado coloquio. No venía firmada por Lokis y decía, entre otras cosas, que ninguno de los participantes del programa había conseguido exponer razones contundentes para absolver o condenar la actuación del asesino educado. El crítico se reservaba para sí su opinión acerca del tal asesino pero, hablando de lo visto por televisión el día anterior, el representante de los intelectuales había dado una pobre imagen; el religioso no sabía de qué trataba el debate; el político había confirmado el cinismo y la falta de preparación de los de su clase y tan solo la mujer se salvaba de la quema general, aunque no había sabido exponer de forma civilizada sus muy dudosas convicciones.

Pero, como todo el mundo sabe, nadie, en ningún lugar, hace el menor caso de las críticas de televisión.

El programa de debate de los lunes en la quinta cadena siguió ocupando los primeros lugares de los índices de audiencia y su moderador sería nombrado,

en breve plazo, subdirector general de dicha cadena. Nunca entendería por qué aquel maldito programa fue lo que más éxito tuvo de todos los trabajos que haría en televisión a lo largo de su existencia.

La gente, en la ciudad, volvía a controlar su grosería. Los días siguientes al tercer y cuarto asesinato del asesino educado fueron los primeros en los que se notó el cambio de actitud de los ciudadanos. Pero, luego, poco a poco, al no volver a actuar dicho personaje, todos volvieron a sus costumbres. Solo un par de artículos semanales en “El Guardián” (Lokis los firmaba) y el del “Centinela”, amén de algunos programas de radio, mantenían alta la guardia de los bien educados. Pero ahora, justo en la mitad de noviembre, el debate televisivo había puesto de moda, otra vez, al exterminador de groseros.

De nuevo la educación parecía renacer de sus cenizas y la gente volvía a andar por el mundo respetando los derechos de los demás. El miedo era el factor más importante, otra vez, del cambio. Pero era algo más que miedo lo que latía en el fondo de todas las personas que procuraban controlar su natural tendencia a la grosería.

En cualquier caso, la metrópolis volvía a ser un sitio en el que se podía vivir con un mínimo de confortabilidad.

Pero algunos volvían a preocuparse con el tema del “Asesino Educado”.

Mauro, por ejemplo, el inspector de policía, había estado relativamente tranquilo casi tres semanas. Pero, tras el debate, volvió a tener presiones por parte de sus superiores. A falta de datos propios, confió en que si el asesino odiado no seguía cometiendo crímenes, la gente volvería a olvidarse de él y sus superiores estarían entre la gente.

Lokis, por su parte, seguía con sus trabajos escritos y en radio, aunque comprobaba que cada vez tenían menos eco sus reportajes entre la opinión pública. Al menos, entre una gran parte de ésta. Pensó que quizá tendría que volver a actuar su asesino.

Eloy, por su lado, no sentía la necesidad de cometer otro acto de justicia. Los dos últimos asesinatos, cometidos en un solo día, le habían supuesto “ración doble”, como se decía a sí mismo demostrando un fuerte sentido del humor negro. Seguía su relación con Miriam y todo continuaba a pedir de boca. Las charlas con Lokis le divertían. Uno de los mejores momentos fue cuando se

emitió “Debate-5” por televisión, dedicado al asesino educado; el periodista se había molestado por no haber sido invitado. El sociólogo que apareció en pantalla le pareció un imbécil completo y se sintió ofendido por no haber estado él en su lugar.

Además, Eloy disfrutaba sabiendo que Lokis no se había dado cuenta de que la voz que le telefoneara para darle cuenta de los dos últimos crímenes del asesino educado, era la misma que cada tarde compartía con él un rato de conversación. Se sentía superior al periodista.

Los únicos puntos oscuros de Eloy durante esas tres semanas, habían sido dos ataques de “canguelis” que le habían llevado a esconder el cuchillo con el que cometiera el último crimen, en un altillo –el primer ataque- y a tirar su cazadora en un vertedero de basuras a la salida de la ciudad –el segundo.

Cuando Miriam le preguntó por qué se había comprado una nueva cazadora, le explicó que la anterior la tenía desde hace mucho tiempo y que se había empezado a deshacer por el forro.

Mauro fue a hablar en una sola ocasión con Lokis durante esas tres semanas. Estaba indignado por no haber recibido el último anónimo libre de huellas del periodista. En el laboratorio, la policía no encontró otras huellas que no fueran las de Lokis, pero el inspector le amenazó con poner a un hombre de su equipo perennemente al lado del reportero, para recibir el próximo anónimo si lo hubiera.

Lokis se rio ante las narices de Mauro. Sabía que no podía hacer eso indefinidamente. Y disfrutaba haciendo rabiar al antipático inspector.

Las protestas de los familiares de las víctimas del asesino educado contra el diario en el que trabajaba Lokis, se diluyeron como una aspirina en un café. Los abogados llegaron a un acuerdo con la dirección del diario y una pequeña cantidad pactada por los leguleyos y el editor del “Guardián” fue a parar a los allegados de las víctimas.

Ello sirvió también para que las presiones sobre Lokis disminuyeran y ya no tuviera sobre su cabeza la amenaza del “cambio de enfoque” que le mencionara su jefe tiempo atrás.

En algunas emisoras de radio, proliferaron a partir del debate televisivo, programas coloquio con el tema del asesino educado como centro de los mismos. En programas de consulta radiofónica, mucha gente se interesaba por

cosas referentes a tal personaje pero, en líneas generales, la opinión pública, al menos la gran mayoría de ella, iba remitiendo en su interés por el tema.

Hacia principios de diciembre, la grosería habitual volvería a enseñorearse de las calles.

Lokis añoraba un nuevo crimen de su asesino predilecto. Pero Eloy seguía, feliz, su relación con Miriam y su vida tranquila y sosegada. No sentía los accesos de rabia que daban pie a sus ajusticiamientos y a sus momentos de intenso placer.

Las “cartas al director” hablando sobre el tema del asesino y que tanto proliferaran inmediatamente después del crimen doble y, luego, del debate televisivo –proliferaron tanto que incluso llegaron a copar secciones enteras en distintos diarios- empezaron a escasear. De vez en cuando, cada periódico publicaba una, pero ya no eran excesivamente numerosas. De nuevo, como siempre, la gente olvidaba pronto.

Ello satisfacía a Mauro.

Contravenía a Lokis.

Dejaba indiferente a Eloy.

Miriam ya no comentaba tantas cosas acerca de la opinión que el asesino educado despertaba en los clientes de los almacenes y en sus empleados.

En la “Moby”, la parroquia tenía otros temas de mayor interés que ocupar su tiempo hablando del asesino.

Empezaba a estar pasado de moda.

El miércoles 16 de noviembre, Eloy dejó a Miriam en su casa y volvió solo a la suya. Le apetecía ver el partido de fútbol a solas –a la chica no le gustaba el deporte en absoluto- y disfrutarlo tomándose algo caliente.

El resultado de la ida había sido de empate a uno. En el descanso, el marcador no se había movido. Dominaba el equipo local, pero no había conseguido batir la puerta del Oriental.

Eloy se preparó otro café con leche y se sentó a ver el segundo tiempo. Sobre el minuto diez de la reanudación, el Atletas logró inaugurar el marcador. Era lógico. El Oriental se había dedicado únicamente a defender y, al final, el conjunto contrario le había marcado un gol.

Tras el tanto, los orientalistas se lanzaron a un ataque desenfrenado. Eloy no lo entendía. Nunca podría entenderlo. ¿Por qué no habían atacado desde un

primer momento? Ahora se ahorrarían el esfuerzo y, probablemente, ya habrían marcado ellos antes en lugar de hacerlo el conjunto contrario.

Eloy no era un forofo, aunque le gustaba el fútbol. Había practicado ese deporte en su juventud. Y prefería que ganara el Oriental; era el equipo de la ciudad. Aunque si no ganaba, le importaba un comino. Cenaría igual de a gusto.

De pronto, el Atletas preparó un cambio para intentar mantener hasta el final la ventaja que había obtenido y que le clasificaba para la siguiente ronda.

Eloy estaba pasando un rato agradable. El defensa López, del Atletas, duda por una lesión de abductores, no había salido en el once titular.

Pero ahora, el Atletas cambió a su extremo izquierda por el tal López, para reforzar su línea defensiva.

-Ya la hemos jodido –se oyó a sí mismo decir Eloy.

Un minuto hacía tan solo que estaba en el campo, cuando Martinero, el delantero centro del Oriental, caía lesionado por una entrada del odioso López.

-¡Mecagüen tu puta madre! –chilló saltando del sillón Eloy.

Se llevaron a Martinero y se preparó su sustituto para saltar al campo. Estaba recibiendo instrucciones de su preparador en la banda (en un plano detalle que gustaba mucho a los aficionados televisivos) cuando el solitario telespectador apagó la televisión.

Se hizo el silencio. No había manera de poder terminar un partido en el que jugara el tal Tomás López. Se cabreó. Se cabreó mucho. Y recordó otros cabreos. Se tomó el café con leche y se manchó al hacerlo. Maldijo a la señora López. Fue a la cocina y se limpió someramente. Decidió que esperaría un rato para cenar. En esos momentos no tenía hambre. Fue a la salita y se dejó caer en el sillón, mirando hacia el televisor desconectado. Buscó en la mesita de centro su libreta de notas y abrió el bloc. Debajo de “funcionario” leyó “Conocido” –en mayúsculas-. Se quedó pensativo. Cogió su bolígrafo y tachó “conocido”. Junto a la palabra tachada escribió “Tomás López”.

Sonrió.

Dejó la libreta y el bolígrafo. Volvió a poner la televisión. El Oriental acababa de empatar y estaban repitiendo el gol de Combin.

Se alegró. Siguió viendo el partido y, a cada entrada dura –todas- del tal López, la rabia le iba en aumento. Todavía cayeron dos jugadores más del Oriental antes de que el banquillo en pleno del equipo visitante saltara de sus asientos para protestar.

Hubo tarjetas amarillas para casi toda la plantilla orientalista pero también le tocó una a López; y fue la de expulsión.

En un primer plano López se acercaba hacia Eloy –a los vestuarios- con media sonrisa y meneando la cabeza en sentido negativo. Antes de desaparecer por el foso que le llevaría al túnel de vestuarios, se volvió hacia el árbitro y le dedicó un corte de mangas muy celebrado por el público local que se hallaba cerca del héroe.

A Eloy se le revolvieron las tripas.

Los últimos diez minutos el Atletas jugó con diez jugadores por la expulsión de su defensa y el Oriental con diez que corrían y un cojo; el tercer lesionado por López no había podido ser sustituido.

En el último minuto y a la salida de un córner, el equipo de la ciudad de Eloy logró el gol de la victoria.

El final del partido le hizo a nuestro hombre olvidarse de las guarradas de su defensa más odiado. Cenó contento y se acostó de muy buen humor. Leyó por encima el último ejemplar de “El Centinela” y se detuvo en las páginas de humor. No se releyó el artículo de Lokis sobre “El asesino educado”. Después apagó la luz y se durmió.

Al día siguiente, por la mañana, fue a ver a sus antiguos compañeros de trabajo. Migrand estaba de viaje. Habló con Marta y la chica se mostró tan amable como siempre había sido con él.

Cuando fue a su antigua sección, sus ex compañeros no le recibieron tan bien. Se mostraron muy secos, sobre todo Delás.

Tras unos minutos allí, decidió que ya no tenía nada más que hacer en ese sitio y salió de las oficinas.

Se metió en el bar más cercano, aquel donde la gente solía ir a desayunar. Pero ya había pasado esa hora.

Se quedó en la barra tomando un café. No había nadie más que él de pie y en las mesas tan solo se hallaban un par de personas, distintas la una de la otra.

El camarero le reconoció y le saludó. Pero tampoco había tenido nunca mucha confianza con él.

Al cabo de un rato, cuando Eloy ya estaba acabando su café, entró Delás y, como si no le hubiera visto, se colocó en el otro extremo de la barra.

Mientras el ex baloncestista se tomaba una caña charlando animadamente con el camarero, Eloy pensó que quizá debería ponerle otra vez en su lista. Pero lo pensaba bromeando en su pensamiento consigo mismo. Se sentía muy lejos en esos días de su “asesino educado” y de la cruzada que se propusiera hacer tiempo atrás.

Dejó una moneda sobre el mostrador y se fue hacia la puerta. Al volverse de improviso, pilló por sorpresa a Delás mirándole. Enseguida, el tipo volvió a mirar al camarero y a charlar con él. Eloy rio y salió del local.

Se fue paseando por el bulevar central, que estaba muy cerca de sus ex oficinas. Compró “El Guardián” y comprobó que la gente seguía haciendo groserías: un hombre acababa de pasar con la vista fija en el frente y había golpeado fuertemente el hombro de una señora de unos sesenta años y de escasa estatura. La mujer se acarició la parte dolorida de su cuerpo y se volvió para mirar al grosero individuo, aunque no dijo nada. Luego, siguió su camino.

Eloy también continuó el suyo. Como cada mañana llegó al parque y entró en él. Paseó por la orilla del lago fijándose en los patos. Luego llegó a su banco habitual. Pero estaba ocupado por una pareja de jóvenes haciéndose arrumacos. Siguió el camino del parque sin que la pareja le resultara familiar; al contrario de lo que había sucedido con los dos jóvenes, que el aspecto de Eloy les recordaba a alguien aunque no podían precisar a quién.

Se sentó en otro banco, algo alejado del anterior, y allí se puso a leer el periódico.

Repasó la crónica del partido que la noche anterior viera por televisión. El cronista condenaba la actitud del defensa López, que resultara expulsado.

Los mismos compañeros de López parecían, en las entrevistas, culpar a su compañero por la derrota, al dejarles en inferioridad numérica.

Los jugadores del equipo visitante se mostraban indignados con la actuación, una vez más, del jugador al que consideraban como “el más sucio y antirreglamentario del mundo”.

Eloy estuvo de acuerdo con casi todo lo que leyó. Después, buscó en las páginas de sucesos la colaboración de Lokis. Pero no la encontró. Ya no escribía un artículo diario.

Eloy pensó en los whiskys que bebía diariamente el periodista. Guardaban una relación inversa con el trabajo que tenía que entregar el reportero. Cuanto más trabajo le encargaban, menos whisky bebía. Y, al revés, cuanto menos trabajo tenía, más le daba al escocés.

Cerró el periódico y se levantó. Reanudó su andar lento y metódico. Fue paseando hacia el lado contrario del parque por el que había entrado. Pensó en el defensa “más sucio y antirreglamentario del mundo” y sintió rabia al recordar sus entradas asesinas a los contrarios. Pensó que era repugnante que fuera internacional por su país. “Me cambiaré de país”, sentenció.

La rabia le invadió, pero poco. Pensó en el parque, meses atrás, en un marica con un perro, y la rabia volvió a él.

Pensó en castigos, pero no sintió excesivo placer.

Siguió hasta que llegó a la salida del parque. Justo en ella, se detuvo y encendió un cigarrillo.

Convino en que aún le faltaba mucho para volver a matar.

¡¡¡ CONTINUARÁ !!!