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CAPITULO XV. LA NUEVA VIDA DE ELOY SCHNEIDER
Cuando Mauro llegó al lugar del crimen había un lío considerable.
Se había formado un atasco circulatorio de primer orden. El bulevar estaba paralizado, llenas sus calzadas de vehículos detenidos y haciendo sonar sus bocinas.
En medio del paso de peatones, el turismo rojo permanecía con la puerta abierta (la delantera izquierda) y su conductor sin vida, todavía sentado al volante.
Mauro se acercó hasta el coche de la guardia urbana, mientras un representante de ésta intentaba poner orden en el caos en que se había convertido el tráfico.
Se dirigió a otro de los cuatro guardias urbanos que se habían desplazado hasta allí.
-¿Cuándo ha sido?
-No debe hacer ni media hora. Allí están los dos únicos testigos presenciales que han querido hacer declaración.
Mauro leyó rápidamente el informe que el guardia urbano le prestó.
-Así que un peatón se cabrea con el conductor del coche rojo y le apuñala.
El guardia urbano puso cara de circunstancias.
-Parece cosa de…
Mauro le miró con cara de pocos amigos.
-No me lo diga. Dejémoslo así, por ahora.
El inspector se acercó a los testigos presenciales. Dos chicos jóvenes, probablemente estudiantes.
-¡No me va a dejar pasar las navidades tranquilo! –masculló.
Los chicos miraron con respeto al hombre que se acercaba.
-A ver, ¿qué ha pasado?
Los dos empezaron a hablar al mismo tiempo. Rieron y uno de ellos, el de pelo más corto, calló.
-El coche rojo estuvo a punto de atropellar a una señora de unos cincuenta o sesenta años que cruzaba por el paso de peatones con el semáforo libre para ella. El coche frenó después de que la señora saltara para evitar el golpe. Y el
conductor sacó la cabeza insultando a la señora. Pero no vio al tío que cruzaba después de ella y que, al observar lo que sucedía, rodeó el coche por detrás, llegó hasta la puerta del conductor, la abrió y se cargó al tío.
-¿Cómo se le cargó? –Mauro había leído en el informe que la muerte se había producido por una incisión por arma blanca a la altura del corazón.
-No se –continuó el de pelo más corto-. Debió clavarle algo o así… vimos un movimiento brusco, pero la portezuela del coche nos impedía la visión… no se oyó ni disparos ni nada.
-¿El del coche no bajó de su vehículo?
-No, señor. No le dio tiempo a nada. Todo fue muy rápido. Ya se lo hemos dicho a la guardia urbana.
-¿Cómo era el agresor? –preguntó Mauro.
Seguía hablando el chaval de pelo más corto.
-Pues… normal. No tenía nada de especial… normal.
-¿Barba, bigote, gafas, era cojo, manco, sin orejas?
Rieron los chicos.
-No, no. Normal.
-¿Cómo iba vestido?
-Pues… abrigo corto –dijo el de pelo corto.
-No. Era una cazadora –le rectificó el otro.
“Ya estamos”. Pensó el inspector.
-¿En qué quedamos? –dijo.
-Abrigo corto.
El de pelo más largo ya no insistió.
-¿Y qué más?
-Pantalón azul…no, eran tejanos, creo. Botines…
Mauro suspiró. Se despidió de los chavales.
-Vale. ¿Habéis dado vuestros datos a la guardia urbana?
-Sí, señor.
-¿Sabéis que os llamarán, con toda seguridad, a declarar?
Los dos chavales se miraron.
-Sí… señor.
-Pues ya está. Hala. Idos a casa.
Se marcharon hablando y riendo entre sí.
Mauro volvió con la guardia urbana. La ambulancia estaba esperando la llegada del juez forense. La circulación se iba restableciendo a duras penas. Los conductores que pasaban junto al coche aminoraban la marcha y sacaban con curiosidad la cabeza por las ventanillas.
-¡Circulen, circulen! –insistía, desesperado, un guardia urbano.
Mauro volvió junto a sus hombres.
-¿Todo bien?
-Sí, señor inspector.
Llegó el coche con el juez y apareció también una cara que el policía conocía bien: Lokis.
-¡Mierda! –exclamó Mauro.
Mientras el juez procedía al levantamiento del cadáver, el periodista intentaba hablar con todos y localizar a los dos testigos presenciales. Mauro se acercó a él.
-¿Busca algo?
Lokis, al ver a Mauro, sonrió afectadamente.
-¡Hombre! ¡Señor Mauro!
-Inspector.
-¿Qué tal le sienta la nueva actuación del “asesino educado”?
Mauro encendió un cigarrillo, mientras con el rabillo del ojo observaba cómo el cadáver del conductor del turismo rojo era introducido en la ambulancia.
-¿Cómo sabe que es obra de ese tipo?
Lokis sonrió con placer.
-Porque me lo ha dicho. Usted lo tendrá grabado. ¿No tiene intervenido mi teléfono?
Mauro no contestó. Se limitó a suspirar. Luego, mirando al periodista, recordó el anónimo que siempre enviaba el tarado que andaba matando gente.
-Supongo que todavía no habrá recibido el anónimo correspondiente.
Lokis se puso serio. Adivinó lo que venía a continuación.
-¡Méndez! –llamó Mauro sonriente.
El lugarteniente del inspector se acercó.
-Quédese en la redacción del “Guardián” hasta nueva orden. Esperamos el anónimo. No deje que nadie ponga sus dedos sobre él. Yo hablaré con el editor del periódico.
Méndez asintió y se alejó del bulevar central.
-Le deseo felices navidades, señor Mauro.
Lokis volvió a hablar con ironía. Sabía que Mauro iba a volver a tener problemas con sus superiores en cuanto el asesino educado matara por quinta vez. Y acababa de hacerlo.
El periodista echó un vistazo por todo el lugar y charló un poco con un guardia urbano. Luego, satisfecho, volvió hacia la redacción del diario en el que trabajaba.
Mauro firmó el informe que le tendió otro de sus ayudantes.
“Quince de diciembre -pensó. ¡Podía haber esperado un mes más, el cabrón ese!”. Se imaginó unas fiestas navideñas de lo más desagradables.
De nuevo se había calmado. Fue otro crimen sin premeditación o, por lo menos, la víctima fue quien no estaba premeditada.
Llevaba ya unos días sintiendo, de nuevo, la necesidad de matar y aquel estúpido del turismo rojo le provocó la ira de otras veces. Pese a lo inesperado de la víctima y del instante, había conseguido volver a sentir placer. Mucho placer. Y, ahora, otra vez, aquella sensación de hastío. Pero de hastío con cierto aire satisfactorio; la sensación, a la vez, del deber cumplido.
Después de matar y salir zumbando del lugar del crimen, la llamada. Otra vez la afectación de la voz para decirle al amigo Lokis que su asesino acababa de hacer justicia por quinta vez. En jueves. Por segunda vez en jueves. Y, ahora, ya en casa, a limpiar el cuchillo. Eloy le estaba cogiendo cariño a aquel cuchillo. Por su mente pasó la idea de deshacerse del arma y también de la libreta de notas. Eran las dos únicas cosas que podían acusarle. Pero ahora estaba tranquilo. Ya pensaría en ello más adelante. Ni siquiera sentía la necesidad de volver a esconder el cuchillo en su altillo.
¿Y la fecha? Quince de diciembre. Calculó: la última vez, el día que cometiera el tercer y cuarto ajusticiamiento, era miércoles y veintiséis de octubre. ¡Hacía casi dos meses! Se sorprendió de haber pasado dos meses tan fantásticos sin tener la necesidad de volver a matar.
Pensó en Miriam. Pronto sería navidad. ¿Y si iban los dos a pasar unos días fuera? Desde que salieran al albergue de Montusín no habían vuelto a hacerlo.
Pero, pensó, quizá el hijo de ella viniera a la ciudad a pasar las navidades con su madre. En ese caso, él prefería no ver a la chica hasta que pasaran las fiestas. No es que no se llevara bien con el hijo de su amante, es que prefería estar solo en esas fechas. Las navidades hacía muchos años que no le gustaban. Ya ni siquiera recordaba si le habían gustado alguna vez, cuando era pequeño.
Se dio un baño relajante. Tenía muchas horas por delante hasta que se encontrara con Miriam en la “Moby”. Al pensar en la cafetería recordó a Lokis. Sonrió. Estaría radiante de felicidad. “Su” asesino había vuelto a actuar y él volvería a tener trabajo y a ser solicitado por todos. Rio. La muerte de unos es la vida de otros, pensó. Le gustó un pensamiento así. Le pareció importante. Luego pensó en la gente, ¿volvería a estar de su parte? Seguro. El periodista se encargaría de que ocurriera así, volviendo a escribir aquellas estupideces que solía y que, a buen seguro, hacían mella en el corazón de los más tontos. Se dejó resbalar en la bañera y metió su cabeza bajo el agua espumosa.
Lokis estaba escribiendo frenéticamente el artículo que entregaría esa noche para ser publicado al día siguiente. De nuevo sería noticia de portada –pensó-, aunque luego, al reflexionar acerca de la peligrosidad del tema, temió que quizá ya no.
Terminó su artículo y lo releyó, contentísimo consigo mismo. Era precioso. Un conductor grosero y temerario, que ponía en peligro su vida y la de sus familiares, amén –claro está- de la del resto de los ciudadanos.
Con muchos accidentes en su haber y la anulación de su seguro automovilístico en todas las compañías de seguros en las que había estado asegurado. Además, un hombre bruto y de tendencias sádicas; con un historial de abusos físicos en burdeles… Su imaginación se había disparado más que en anteriores ocasiones. Pensó en algún familiar del muerto y en su jefe recibiendo las quejas de aquel. Pensó en los letrados que defendían los intereses del grupo editorial y concluyó que saldría la cosa por una cantidad de dinero no excesivamente preocupante. Como las otras veces.
Entregó el artículo en máquinas. Sabía que tenía que leerlo antes Dominicci, pero siempre entregaba directamente en máquinas. Luego, desde allí, avisarían a Dominicci y éste iría a esa sección a revisarlo y poner su visto
bueno o quizá se lo enviarían a su despacho. Pensó en Dominicci y rio. Le tenía comida la moral. No se atrevía a hacer nada contra él cuando hacía poco que se había cometido algún crimen. Luego, cuando el tiempo pasaba sin que se produjeran asesinatos, le puteaba. Pero, al haber otra muerte, volvía a ser Lokis quien mandaba. Era como la parrala. Ahora tú. Ahora yo.
Se fue a la “Moby”. Le apetecía un buen café con leche. Cuando entró le vio apoyado en la barra. Fue hacia él sonriendo.
-¡Hola, Eloy!
Eloy llevaba un rato enfrascado en sus pensamientos. Había vuelto a pensar en el cuchillo, ya desde que saliera de su casa. En ella, lo último que había hecho era coger su libreta de notas y tachar “conductor grosero” de debajo de “madre de niño maleducado”. Sólo quedaban en la lista el “marica con caniche” –en primer lugar- y el “funcionario” sin tachar; aparte, claro, de “Tomás López”, la última incorporación a la macabra relación.
Por primera vez desde que terminara su cruzada contra la grosería, había dejado la libretita con sus notas en casa. Ya no la llevaba encima. Y el cuchillo volvía a estar guardado –aunque no en el altillo- a la espera de que volviera a sentir la necesidad de matar.
La aparición del periodista devolvió a nuestro hombre a la realidad.
-¿Qué hay, Lokis?
-Tengo una primicia para ti.
-Ah, ¿sí? ¿Cuál?
Lokis sonrió con aire cómplice.
-Mañana compra “El Guardián”.
-Lo hago cada día.
-Sí, pero mañana leerás uno de mis artículos sobre “el asesino educado”… ha vuelto a matar –añadió Lokis en voz baja.
Eloy se hizo el sorprendido. Le hacía gracia pensar que la primera persona de la calle que se enteraba del quinto asesinato del exterminador de groseros fuera, precisamente, él mismo.
-¡No me digas! ¿Cuándo?
-Esta mañana. En pleno centro y con el bulevar lleno de gente.
-¡Qué barbaridad! –se “escandalizó” Eloy.
-¡La quinta víctima! –apostilló el periodista.
-¿Y quién ha sido la víctima esta vez? –preguntó con absoluto cinismo el asesino educado.
-Un conductor grosero. Un tipo repelente.
-¿Ya sabes todo sobre su vida?
-¿No confías en mi capacidad? –Lokis, más que preguntar, hablaba por decir algo-. Siempre averiguo vida y milagros de los que me interesan.
-¿Y qué sabes de ese asesino? –Eloy siguió jugando con el periodista.
-Poca cosa. Ahí he de reconocer que el tío ese me lleva ventaja. Es un lince. No hay quien le eche el guante.
-Pero algo sabrás…
-Lo de siempre. La gente nunca se pone de acuerdo en si va vestido así o de la otra manera. Solo se sabe que no lleva bigote, ni barba, ni gafas, ni tiene ningún rasgo especial que le destaque…
Eloy decidió arriesgar un poquito más en su juego.
-Algo así como yo…
Lokis le miró. Ni siquiera cruzó por su mente la posibilidad de que el contable pudiera ser su asesino.
-Mmm –pensó unos momentos-… sí… alguien así, muy normal.
Eloy sonrió e hizo un gesto con la cabeza.
-¡Qué cosas! –dijo.
-¿No serás tu ese tipo, eh, Eloy? –rio el periodista mientras abrazaba momentáneamente a su compañero de barra.
El camarero sirvió el café con leche que pidiera Lokis. La conversación entre éste y Eloy continuó.
-¿Y has hablado con algún testigo? –preguntó el contable.
-No. No me ha hecho falta. Con una llamada a Jefatura he tenido suficiente. Tengo mis contactos, ¿sabes?
-Habrá habido muchos, en pleno centro y a media mañana…
-Sí, supongo. Pero solo dos estudiantes han querido prestar declaración. Ya sabes cómo son esas cosas. La gente no quiere líos.
-¿Y los dos estudiantes esos… qué han dicho?
Lokis bebió un sorbo de su café con leche antes de responder.
-Bah… nada interesante. Bueno, han contado cómo le mató.
-¿Y cómo fue?
-Una cuchillada. El tío andaba por allí, vio al conductor de marras hacer alguna grosería y ¡zas! se le cargó.
-Vaya, vaya… pues si que es un bárbaro… -lanzó Eloy su opinión.
-¿Un bárbaro? ¿Qué dices? ¡Es el mejor tipo del mundo! ¡A mí ha vuelto a catapultarme a la fama y a la riqueza…!
El periodista reía. Eloy le sonrió y le pareció al otro que tenía un buen amigo en el contable.
-Bueno, Eloy… ¿te vienes conmigo a ver unas chavalas?
-¿Yo? Pero si estoy esperando a mi chica.
¡Es verdad! ¡Dichoso tu que tienes pareja! Yo, como soy un solitario y ninguna tía me quiere, tengo que pagarme la compañía.
Se miraron y rieron. Lokis pagó las consumiciones de ambos y se despidió.
-Me voy a esperar el anónimo.
-¿Qué anónimo? –preguntó Eloy, riéndose en su interior.
-El que me envía mi amigo asesino cada vez que acaba con alguien. Aunque, la verdad, es que voy a ver si veo alguna amiga. El anónimo no llegará antes de mañana o pasado. Y, además, tengo quien lo recoja –Lokis pensaba en Méndez, el policía que Mauro había enviado a la redacción y deseó que el anónimo tardara más de lo normal.
-Hasta luego –dijo Eloy cuando Lokis desaparecía en la oscuridad de la calle.
Miriam no tardó mucho en llegar. Eloy le contó lo que Lokis le había explicado del asesino educado. La chica le escuchó con atención. Luego comentaron cosas sobre el personaje que volvería a ponerse de moda, indefectiblemente, en los próximos días.
Fueron paseando hacia la casa de él. Miriam supo que esa noche la pasarían juntos.
-¿Va a venir tu hijo a pasar las fiestas navideñas contigo? –preguntó Eloy.
-Supongo. Todavía no me lo ha confirmado. Estarás con nosotros, ¿no?
Eloy se puso serio.
-No. Creo que me iré fuera. Sólo me queda una prima lejana de toda mi familia. Quizá vaya a verla.
Miriam se sintió decepcionada. Luego, con mucho tacto, intentó hacerle cambiar de opinión.
-Nunca me habías hablado de esa prima. Creí que no tenías a nadie.
-La verdad es que hace más de veinte años que no la veo. Casi nunca me acuerdo de ella. Pero, no se por qué, ahora hace unos días que pienso en ir a verla.
La chica decidió creerle. Seguían estando maravillosamente bien. Por nada del mundo querría volver a la relación que mantuvieron hasta hace dos o tres meses. Ya no recordaba cuándo se había producido el cambio en su hombre. Fue pensando en ello y, ya en casa de Eloy, recordó que fue cuando él dejó su empresa. Sí. Estaba segura ahora. Había sido entonces, cuando le comentó lo de que quería vivir… que no había vivido nunca… La chica pensó en aquella noche y decidió que Eloy había tenido razón. Desde que se fuera de aquella empresa siniestra, las cosas habían empezado a ir bien entre ellos. Se dijo que, si podía evitarlo, no dejaría que el hombre volviera a trabajar nunca en el mismo lugar.
En la cama todo fue tan bien como solía ir. Después de amarse, fumaron –como casi siempre- y siguieron charlando relajadamente.
Al día siguiente todo siguió como siempre. Eloy, como solía hacer los días que se quedaban en su casa, se quedó durmiendo hasta las nueve. Se levantó, leyó el mensaje escrito de la chica –“te quiero, hasta luego”-, que mantenía la tradición de sus notas, y se lavó, vistió y desayunó. Luego, preparó el anónimo. Todo era ritual ya, para él. “Conductor asesinado por grosero”. Ya había quitado el “sea amable con los demás”. Firmó, claro, como “El asesino educado” y metió el mensaje en un sobre.
Salió y dio su acostumbrado paseo hasta el centro. Echó la carta en un buzón distinto de los anteriores. Supuso que, al día siguiente a primera hora, lo tendrían ya en la redacción.
Compró “El Guardián” y se sentó en el interior de una cafetería en la que no había estado nunca y que le pareció tranquila. Allí, en el centro neurálgico de la ciudad, cerca de donde el día anterior había ejecutado a su quinta víctima, se puso a leer el periódico con toda calma. No le preocupaba en absoluto, a esas alturas, el estar cerca de donde cometiera el crimen horas antes. No sabía por qué, pero le parecía que nunca iban a cogerle. Estaba seguro de ello. Aunque al pensar en esa seguridad, decidió que quizá convendría tener un poco de miedo a que ello sucediera; el miedo, se dijo, da prudencia. Y la prudencia siempre es necesaria.
Tras esas elucubraciones, se puso a leer el artículo de Lokis y, a lo largo de él, rio abiertamente varias veces.
Esta vez se sentía muy bien. No había notado los ataques de miedo o arrepentimiento de otras ocasiones. Y se congratuló de ello.
Cuando terminó de hojear todo el diario, salió de la cafetería tras pagar su consumición. Fue caminando hacia el parque central y entró, como todos los días, en él.
Patos, banco, gorriones, paseantes, salida… fue a comer. Otro paseo. Un cine. Una película de época. No recordaba la última vez que había ido al cine, pero le sonaba que había visto, no hacía excesivo tiempo, una cinta policíaca.
Al salir del cine paseó hasta la “Moby”. Y, allí, Lokis.
-¿Qué? ¿Ha llegado tu anónimo?
El periodista sonrió al verle. Acababa de quedarse solo al haber subido a la redacción Bumper y otro compañero del diario.
-No, todavía no. ¿Qué tal tú?
Eloy se sentó junto al periodista. Pidió un café.
-Psé… Nada de particular.
-¿Y tu trabajo? ¿Van bien las contabilidades?
Era la primera vez, que recordara, que Lokis le preguntaba por su trabajo. Normalmente, hablando del suyo, parecía olvidar que el resto de los mortales también sentían y tenían penas y alegrías y trabajaban.
-Perfectas.
Lokis no volvió a tocar el tema. Y Eloy lo prefirió. No tenía ganas de andar mintiendo en tonterías ni de inventar, ni de nada que hiciera referencia a temas contables.
-Creo que debe matar a alguien importante.
-¿Qué? –Eloy se sorprendió de las palabras del periodista. No supo en un primer momento, a qué se estaba refiriendo.
-El asesino educado. Creo que debería matar a alguien importante.
Eloy sonrió y pensó que era una casualidad que, hacía bien poco, él hubiera pensado lo mismo.
-¿Por…?
-Porque la gente ya no va a hacer mucho caso si sigue acabando con tipos comunes, con gente normal…
-Ya. ¿Y a quién crees que debería matar?
Lokis hizo un gesto típico de él con la boca, poniendo su labio inferior sobre el superior.
-Pues, no sé… la verdad es que no lo sé… pero tendría que ser alguien muy importante… alguien muy conocido…
-¿Y quién podría ser?
Eloy hizo como si estuviera pensando.
-¡Un político! ¡Eso es! –gritó triunfalmente Lokis-. La gente odia a los políticos…y si es del gobierno, mejor.
Eloy rio.
-Pero, ¿quién?
Lokis hablaba nervioso pero entusiasmado; se había bajado del taburete y movía, ahora, mucho, las manos.
-¡No sé! Cualquiera… ¡El presidente! ¡Eso es! ¿Quién mejor?
-¿La gente odia al presidente?
-¡Y eso qué más da! ¡Es el más importante! Y… sí. Yo creo que le odian. Yo, por lo menos, le odio. ¡Ahora, le odio! ¡Que se le cargue!
Lokis miró a Eloy riendo a carcajadas y el contable siguió su juerga.
-¡Pues que se le cargue!
Pidieron otro de lo mismo. Los dos.
-En serio –insistió el periodista-. Tiene que matar a alguien que sea conocido. Si no, esto no va a seguir igual. La gente va a empezar a pasar de ese tío. Lo sé. Y yo no quiero que eso suceda. Si pudiera hablar con él, le daría este consejo.
-Hazlo. Dilo por televisión o radio. O escríbelo.
Lokis se rascó el mentón, pensativo.
-No sé… quizá sea una idea. Pero, pueden matarme. Mi jefe me acusaría de incitación al crimen. Y hay un inspector de policía que me odia que me empapelaría. No. Espero que se le ocurra a él… yo no puedo ayudarle…
Eloy estuvo a punto de preguntarle a Lokis qué le parecería si el asesino educado se cargara a Tomás López, el defensa del club de fútbol Atletas, pero se contuvo. Luego, pensaría que había hecho bien.
-Bueno, pues esperemos que se le ocurra –dijo al fin.
Se tomaron su segunda consumición y, después, como ya era norma, Lokis no pagó y subió a la redacción.
Eloy se quedó esperando a Miriam. Las calles de la ciudad ya estaban engalanadas esperando la próxima navidad. Las fiestas eran inminentes y ya se podían respirar en el ambiente.
Eloy notó que una tristeza, como una nostalgia, se apoderaba de él.
Miró hacia la puerta del bar. Miriam debía estar a punto de llegar.
¡¡¡ CONTINUARÁ !!!