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CAPITULO XX. ¿Y, AHORA, QUÉ?
Los pensamientos de Eloy se centraban en Migrand al dar los primeros pasos en el interior del recinto.
Estaba agradecido a su jefe por la forma de recibirle y por la ayuda que le brindaba. Pero no estaba seguro de volver a querer trabajar, otra vez, en el mismo lugar. Tampoco le apetecía seguir siendo un contable el resto de su vida. Le había cogido gusto a otro tipo de trabajo durante los últimos meses.
Pero tenía que ganar dinero. No se puede vivir sin ganar dinero. Y, para ello, tenía que trabajar. Trabajar como lo entiende la mayoría de la gente, la sociedad a la que pertenecía.
Entonces, ¿qué iba a hacer? Llegó hasta el lago donde los patos se alimentaban con las porquerías que los paseantes del lugar les echaban. Los miró.
¿Por qué no podía seguir su cruzada? No. Era una locura. ¿Qué iba a hacer? ¿Seguir matando durante años y años? No. No podía ser. ¿Y de qué iba a vivir?
Pensó en que, una vez metido en el mundo del delito, robar era más leve que matar. No más fácil, pero sí más leve. O eso le parecía.
Desechó esos pensamientos y volvió a centrarse en Miriam. La chica era feliz tal y como él se había comportado desde que dejara la contabilidad. Entonces, si ahora volvía a trabajar en las mismas oficinas o en el mismo tipo de trabajo, quizá volvería a aparecer el Eloy gris que Miriam no deseaba. Había notado el poder que, en los seis meses últimos, había adquirido sobre la chica. Le gustaba aquella sensación. Le gustaba haber despertado en ella aquella fascinación especial que nunca antes viera.
Es más. No quería renunciar a lo conseguido. Le gustaba cómo jodían y se gustaba él.
Entonces, ¿por qué demonios tenía que volver a ser alguien que no quería? ¿Por qué no le dejaban ser como le gustaba? Pensó en explicarle todo a la chica. Todo. Desde el principio hasta el final pasando por lo del asesino educado. Decidió, enseguida, que no; que todo no podía explicárselo. Pensó en contarle lo de la enfermedad y lo de la curación increíble; decirle que fue por eso por lo que dejó, verdaderamente, la empresa. Pero, finalmente, se dio cuenta de que no quería explicarle nada.
No. No le diría nada de nada.
Pero él tenía que tomar una decisión. Tenía que decidir qué iba a hacer a partir de ese momento.
Se volvió conformista en su pensar. Había vuelto el contable de siempre.
“Me han recibido muy bien –continuó sus divagaciones-. Migrand y Marta me han recibido de la mejor manera que podía imaginar. Y el jefe se está portando muy bien conmigo.
Es bueno estar en una empresa en la que te aprecian tus superiores. Realmente, Migrand siempre se portó muy bien. Estoy en deuda con él”.
Eloy se estaba relajando. Se sentó en el banco del parque en que lo hacía normalmente. Estaba sólo en él.
“Ahora, unos días de vacaciones pagadas. ¿Qué más puedo pedir?”, seguía con sus pensamientos.
“Y, luego, un trabajo seguro, un ambiente agradable, un sueldo fijo cada mes, no tendré que preocuparme por nada… Trabajar y vivir…eso es. Es un buen panorama”.
A medida que el conformismo se metía en él, el espíritu que anidara durante meses, escapaba del interior de Eloy Schneider.
“Los domingos a por el pastel. Leeré el suplemento dominical del “Guardián”. Los sábados saldremos a comer fuera. Quizá me aumenten el sueldo y pueda comprarme un coche nuevo. Iremos de vacaciones a la costa…eso es, al pueblecito aquel en el que estuve… seguro que a Miriam le encanta…”
Seguía escapándosele algo parecido a la vida.
“Al fin y al cabo, la vida es eso. Tranquilidad. Todo organizado. Ausencia de sobresaltos. Y la satisfacción de hacer bien mi trabajo. Un trabajo para el que he estudiado, para el que estoy preparado… un trabajo que siempre me ha gustado y sé que hago a la perfección”.
Eloy estaba convencido. Lo que estaba pensando era lo mejor. Pensó en el asesino educado y lo apartó enseguida de su mente. Él estaba muy lejos de todas aquellas cosas. Era incapaz de levantar la voz, de matar… Jamás había matado una mosca.
Su trayectoria a lo largo de su vida, con su educación, su respeto por los demás, sus miramientos, su delicadeza, su sumisión para con los superiores, su buen trato para con los inferiores…era apreciado por todos…
¿Y Vicente Delás? Le vino a la mente el ex baloncestista, no supo por qué. “Bueno, al fin y al cabo, tienen que existir personas de todo tipo. Es un grosero. Pero no hay que hacerle caso”.
¿Y el resto de groseros que encontraría, por la ciudad, en su trabajo, por todas partes? Bueno, ¿y qué? Había que aceptarlo. Existían. Lo mejor era ignorarlos. No es que hubiera que dejarse pisar. Pero, lo mejor, era apartarse de ellos. Ya estaba decidido. Se tomaría unos días de vacaciones. Aprovecharía el primer fin de semana para ir con Miriam al pueblo costero. Organizaría su vida con ella de mejor manera. Seguirían estando tan bien como ahora estaban. Eso era seguro. Ya se encargaría él de que así fuera.
Pero, mientras Eloy pensaba con fuerza todo aquello, algo en su interior le decía que no, que era mentira, que las cosas sucederían así, pero que aquello no era vivir, no lo era en los términos que él había deseado.
Y, mientras pensaba con fuerza en todo, notaba que algo se estaba escapando de él. Un soplo, algo intangible que le estaba dejando vacío por dentro. Muy vacío. Vacío. Vacío…
Eloy siguió sentado en su banco. Los brazos le caían inermes sobre las piernas. Como si estuviera sin fuerzas, las manos habían quedado ladeadas, apoyadas en sus muslos.
Si alguien se hubiera acercado lo hubiera hecho creyendo que el ocupante de aquel banco estaba muerto. Ni siquiera pestañeaba. Al escuchar su respiración, quien se acercara hubiera notado su error. Estaba vivo.
No hacía ningún movimiento. Por primera vez en mucho tiempo su mente estaba en blanco. No pensaba en nada.
Y, entonces, aquel tipo pasó por delante del banco. Llegó hasta el árbol que se hallaba frente a Eloy y esperó a que su perro meara.
El caniche levantó la pata tras olisquear la madera. Meó. Un chorrito ridículo que recordaba las fuentes pequeñas de agua que había en el mismo parque.
Cuando hubo meado, el maricón siguió su marcha. Pero el perro había olido algo entre la hierba y estaba muy interesado en averiguar lo que era.
El amo, al estirar de la correa, notó la resistencia del animal a seguir su camino. Se enfadó. Volvió sobre sus pasos dos zancadas y le largó una patada al animal en el lomo derecho. El caniche aulló de dolor antes de ceder y seguir, a rastras, el camino del marica de sandalias doradas.
La vida entró de golpe en el cuerpo de Eloy. Inspiró fuerte y largamente y sintió la rabia anidando, de nuevo, en su pecho. El día parecía fantástico, pese a estar el cielo completamente cubierto de nubes negras.
Y se levantó.
Y se llenó de día.
Y echó a andar.
Caminó con paso firme detrás del maricón con caniche.