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CAPITULO III. SEIS MESES DE VIDA.
-¿Señor Schneider?
-Sí.
Eloy se incorporó. Le pareció que la enfermera joven y aséptica le miraba con más afecto esa mañana.
-¿Quiere ser tan amable de seguirme, por favor?
La parte de la mutua a la que seguía a la enfermera era nueva para él. Llevaba muchos años haciéndose la revisión médica anual en su empresa y la mayoría de esos años había venido a esta mutua a efectuar las pruebas; pero nunca había visto ni visitado las dependencias en las cuales ahora entraba.
-Espere un momentito aquí.
“Muy bien”, contestó Eloy. Al quedarse sólo miró a su alrededor. Había una camilla enorme y de color negro en el centro de lo que parecía un laboratorio de película de horror moderna. Recordó un film de alguna nacionalidad para él
extraña, en el que el protagonista era un cirujano que tenía un hermano gemelo con tendencias homicidas. No sabía por qué, pero estaba esperando que ese cirujano entrara de pronto en la habitación y le abriera en canal con un bisturí de forma ondulante y extraña. Le vino la palabra “inseparables” a la mente.
Pero fue una atractiva doctora pelirroja de unos treinta años quien entró en la estancia y se dirigió a él con una amplia sonrisa.
-¿Eloy Schneider?
-Soy yo.
Siguió las indicaciones de la chica. Se tumbó en la camilla y volvió a clavarse las uñas en la palma de su mano mientras volvían a sacarle sangre. Contestó con monosílabos amables a las amables preguntas de la doctora. Después le hicieron varias cosas que nunca antes le habían hecho y que parecían análisis de diferentes líquidos corporales que nunca había imaginado tener.
Desnudo sobre la camilla negra de otra habitación llena de grandes aparatos móviles, supuso que le estaban haciendo radiografías de diferentes partes de su cuerpo. Por el número de posturas decidió que debía ser de todas las partes de mismo.
Hasta las tres de la tarde estuvo sometido a pruebas de todos los tipos que hubiera podido imaginar y muchas otras que jamás hubieran cruzado por su mente. Algunas de las pruebas habían sido desagradables, aunque no sintió dolor prácticamente en ninguna de ellas.
La curiosidad de asistir a tamaña experiencia había eliminado la inquietud inicial. Pero cuando se encontró en la calle a las tres y media de la tarde, volvió a notar cómo la preocupación volvía a apoderarse de su mente y de su cuerpo.
Decidió no volver al trabajo ese día. No se sentía con fuerzas. Además, no sabía lo que Migrand había dicho a sus compañeros sobre su ausencia. Pensó que se enfrentaría al día siguiente con todos ellos.
Estuvo a punto de telefonear a Miriam, pero decidió que era mejor ir a los almacenes a buscarla a la hora de la salida. Comprobó el dinero que tenía y decidió irse a comer a un buen restaurante al que hacía mucho tiempo que no iba.
El ambiente no era el mismo que recordaba. En su memoria sentía un silencio y una forma de comportarse de los comensales que no se correspondían con la realidad actual. El vocerío de la gente, el malhumor del servicio y la forma de
comer y comportarse de los clientes provocaron en él una sensación de asco que no le permitió comer a gusto.
Deambuló por las calles hasta casi las cinco y media. Entonces se metió en un cine en el que proyectaban una película de acción, con toda seguridad americana. Después de veinte tiroteos, tres persecuciones en coche y una en helicóptero, unos quinientos muertos y noventa y cinco minutos, salió del cine sin saber por qué el protagonista había pegado un tiro en la sien, en la última secuencia, a su pareja masculina del cuerpo de policía. Supuso que el amigo le traicionaba.
Cuando Miriam salió de los almacenes, Eloy estaba delante de la puerta esperándola.
-¡Hola! ¿Qué te ha pasado?
-¿A mi? Nada. ¿Por qué?
La chica puso cara de no entender nada.
-¿Cómo que por qué? No me has llamado en todo el día y cuando he telefoneado a tu despacho me han dicho que estabas haciendo una gestión fuera de la ciudad.
-Ah, sí. Un encargo de Migrand.
-Pues no me habías dicho nada.
-No pensé que fuera importante. Además, como volvía hoy mismo.
Besó a la chica en los labios de manera rutinaria. Ambos se encaminaron a la cafetería “Moby Dick”.
-¿Y qué tal ha ido?- rompió el silencio ella.
-¿El qué?
-¿Cómo que el qué? El encargo.
-Ah…
Eloy pensó a toda velocidad en algo del trabajo y fue hablando a medida que pensaba.
-Bien… era un tema pendiente con Watherman.
-¿Tenéis algún problema con esa cuenta?
-Ya no. Lo he solucionado.
Miriam miró a Eloy intentando averiguar qué pasaba por la cabeza del hombre. No sabía qué, pero presentía que algo no andaba como debía.
-¿Ya tienes los resultados de los análisis?
-Sí. Ya los recibí.
-¿Y qué?
Eloy se encogió de hombros. Tuvo mucho cuidado en demostrar que no había de qué preocuparse.
-Todo bien. Estoy perfectamente.
Notó como si un calambre le recorriera todo el cuerpo al decir las últimas palabras.
-¿Y qué hay de los dolores de cabeza?
-Nada. No debe ser nada importante. Ya te digo que todo está a la perfección.
-Pues yo sigo creyendo que deberías ir al médico.
-Hace unos días que no los tengo. Debe haberse pasado.
-Entonces, ¿no piensas ir a tu médico?
-Te prometo que iré si me vuelven.
Miriam le miró y adoptó una expresión de paciencia en su rostro.
-¡Hombres! –dijo.
En el trabajo estuvo esperando a que Migrand llegara al despacho para hablar con él antes de que nadie le preguntara nada. Pero Delás le tranquilizó cuando se acercó a hablar con él.
-¿Qué tal con Watherman ayer?
-Bien. Muy bien. –contestó sorprendido agradablemente Eloy.
-Por fin reconocen tu valía y te mandan a las gestiones de alto nivel.
Las palabras de Delás le volvieron a la realidad y le sumieron en una tristeza que le era familiar.
-Sí.
Pensó en la coincidencia de excusas. Migrand les había contado lo mismo que él inventó para tranquilizar a Miriam
Durante ese día y los dos primeros de la semana siguiente, Migrand no apareció por el despacho. Estaba de viaje.
El fin de semana fue como todos los fines de semana. Paseos, silencios, pasteles, periódicos y suplementos dominicales, comidas en restaurantes cercanos a la ciudad y partido de fútbol y Miriam que se va a su casa a planchar.
La repetición rutinaria de todos los actos devolvió la tranquilad a Eloy.
Eran las diez de la mañana del lunes cuando sonó el teléfono de su mesa. La voz de la telefonista le avisaba de una llamada exterior.
-Schneider. Una llamada por la uno.
-¿Quién es?
La chica no contestó. Era algo que le ponía muy nervioso a Eloy y que la muchacha hacía con mucha frecuencia. Una voz masculina desconocida sonó al otro lado del cable.
-¿El señor Eloy Schneider?
-Sí.
-Soy el doctor Gay, de la Mutua Environ.
Eloy dio un respingo en su asiento.
-Dígame.
-Es sobre las pruebas que le hicimos la semana pasada.
-¿Sí? Diga.
-¿Podría usted pasar por aquí esta mañana?
-No lo sé. Tendría que consultarlo con mi jefe.
-No se preocupe por eso. El señor Migrand sabe que usted debe pasar hoy por aquí.
-¿Ocurre algo? –Eloy estaba cada vez más intranquilo.
-Solamente quiero hablar con usted. Le espero a las doce. Pregunte por mí. Doctor Gay.
El médico colgó. Eloy también, aunque muy lentamente. Estaba pensando en mil cosas, ninguna de ellas tranquilizadoras. Enseguida se fue al despacho de Migrand.
-No ha llegado todavía –le dijo Marta.
Eloy dudó unos instantes antes de hablar.
-Tengo que salir. Déjale a Migrand una nota por si me llama.
Marta apuntó algo en un papel.
-¿Dónde digo que estás?
-Sólo ponle que he tenido que salir urgentemente. Volveré tan pronto me sea posible.
Sin despedirse de nadie Eloy abandonó el edificio. El conserje se sorprendió al verle salir a media mañana.
Delante de la mutua, Eloy esperó en un bar. Se tomó dos copas de ginebra sola intentando no pensar en nada, aunque miles de ideas fluían en su cabeza.
A las doce en punto entró en la mutua.
-¿El doctor Gay? De parte de Eloy Schneider.
La recepcionista le invitó a sentarse mientras llamaba al médico por el que el hombre había preguntado. Eloy no se sentó y fue dando pequeños paseos por recepción hasta que la chica le avisó.
-Pase, por favor. Al fondo a la derecha. El doctor Gay le está esperando.
-“Al fondo a la derecha. Como cuando preguntas dónde está el lavabo” –pensó Eloy intentando, por última vez, tranquilizarse a costa de un chiste.
-Siéntese, señor Schneider.
Eloy miró fijamente al médico, un hombre joven y con aspecto agradable, cuando se sentó.
-Tengo que comunicarle algo y quiero ser muy sincero.
Eloy tragó saliva. Iba a decir algo pero no pudo.
-Esto que le voy a decir sólo lo sabe el señor Migrand. Nosotros tenemos el deber de comunicarlo a la dirección de las empresas que utilizan nuestros servicios.
Eloy le seguía mirando fijamente. En su interior, una sensación de vacío iba apoderándose de él.
-En la primera revisión tuvimos más que sospechas. Estas pruebas complementarias y exhaustivas que realizamos en usted la semana pasada han confirmado la existencia de una enfermedad en avanzado grado de gestación.
-¿Me voy a morir? –acertó a preguntar flemáticamente Eloy.
El médico puso cara de tristeza.
-Sí, señor Schneider.
-¿Cuándo?
El doctor Gay estaba pasando un rato peor que Eloy Schneider.
-No puedo decírselo con seguridad, pero no creo que pase de los seis meses.
-¿No se puede hacer nada?
Gay negó con la cabeza.
-Le aseguro que si hubiera la menor posibilidad de curación o error se lo diría. Lamentablemente, eso no es así.
-¿Tengo que dejar de fumar?
Gay sonrió de manera triste.
-No hace falta, señor Schneider. Lo único que puedo decirle es que intente vivir lo mejor posible lo que le queda.
-¿Me dolerá?
-Al principio, no. En la última fase es seguro que sí. Pero le ayudaremos a combatir el dolor.
-¿Puedo irme ya?
Gay se levantó. Estaba sudando.
-Sólo una cosa más. El señor Migrand le aprecia mucho y cuando supo lo de su enfermedad me dijo que él haría lo que estuviera en su mano para ayudarle, dentro de sus posibilidades.
-Gracias, -contestó Eloy.
Gay se situó frente a Eloy, que se levantó.
-Eso es todo, señor Schneider. Lamento haber tenido que darle esta noticia.
-No se preocupe. Era su deber.
Gay acompañó a la puerta al hombre condenado.
-Si necesita usted algo, cualquier cosa, consejo, apoyo moral, o lo que sea, le ruego que venga a verme.
-Así lo haré, doctor. Gracias.
Cuando salió le pareció que la recepcionista le miraba con pena. En la calle, tuvo también la sensación de que todos los transeúntes le miraban y sabían lo que le estaba ocurriendo. Decidió que era imposible y se puso a andar sin rumbo fijo, aunque sus pasos le llevaban hacia los almacenes donde trabajaba Miriam.
De pronto se dio cuenta de algo que le sorprendió. Por primera vez desde la revisión médica estaba tranquilo. No tenía la menor inquietud. Se extrañó. Aunque dedujo que no era una tranquilidad normal. Pensó en su vida y compendió que no le importaba morirse. No tenía ningún plan trazado para los próximos años ni tenía nada en su vida que le mereciera el suficiente interés para enfadarse con su muerte.
A medida que iba andando una idea se fue apoderando de él.
Aunque no tuviera por qué vivir le empezaba a molestar tener que dejar de hacerlo. Una extraña vitalidad anidó en su ser. Un sentimiento que no recordaba haber tenido anteriormente.
Cambió sus pasos y se dirigió al despacho.
Entró en la oficina, dejó su chaqueta en la silla de su mesa y, ante la mirada atónita de sus compañeros que no le preguntaron nada, fue a ver a Migrand, por primera en su vida, en mangas de camisa.
No se fijó en la sorpresa de Marta al verle pasar de esa manera. Cuando estuvo ante Migrand, antes de sentarse, habló.
-He ido a hablar con el doctor Gay.
-Tranquilícese y siéntese, Schneider.
Eloy se sentó. Habló serio pero con su educación habitual.
-Estoy tranquilo, señor Migrand.
-Estamos para ayudarle, querido Eloy. –Era la primera vez en la vida que su jefe le llamaba por el nombre de pila y con el adjetivo querido delante del mismo.
-Gracias, señor Migrand.
-Comprenda que el doctor Gay ha tenido que comunicármelo…
-Lo comprendo –interrumpió Eloy.
-Si uste no quiere, nadie más lo sabrá.
-Preferiría que fuera así.
-No se preocupe. Supongo que preferirá no seguir trabajando.
Eloy, pensativo, no supo decidirse.
-La verdad es que no lo sé, señor Migrand. Por un lado no me apetece demasiado seguir trabajando en estas circunstancias, pero por otro…
-No está usted en una situación económica demasiado buena.
-No tengo problemas, mientras siga trabajando. Pero no me puedo permitir el lujo de dejar de ingresar el sueldo que ustedes me pagan…
-Por eso no se preocupe, Schneider. En cualquier caso, puedo pensar en dos soluciones.
-Dígame, señor Migrand.
-Una es que deje usted de trabajar, primero cogiendo vacaciones y luego una excedencia, cobrando cada mes su sueldo hasta que…
Eloy ayudó a su jefe.
-Comprendo. ¿Y la segunda solución?
-Que le despidamos de la empresa pagándole una importante indemnización, que cubriría muy de sobras los seis meses…
Migrand, avergonzado súbitamente, se interrumpió.
-Ya –dijo Eloy-. No sé. Elija usted mismo la solución que mejor le parezca.
Migrand miró con interés a Eloy.
-¿Quiere usted decir algo en especial a sus compañeros?
Eloy pensó en sus compañeros de trabajo y sonrió.
-No… sí. Les puedo decir que he decidido vivir a fondo durante un tiempo.
Migrand apartó la vista de la cara de Eloy bajando la mirada a los papeles que tenía sobre su mesa.
-Como usted quiera. Por mi parte, todo lo que esté en mi mano lo haré. Cuente conmigo para lo que sea.
-Muchas gracias, señor Migrand.
-¿Cuándo quiere que prepare todo y qué solución prefiere?
Eloy se levantó.
-Creo que la segunda, pero se lo diré a usted mañana con toda seguridad.
-Cuando usted lo decida, tendrá el dinero a su disposición.
-Si no le importa, preferiría irme ahora del trabajo.
Migrand acompañó a Eloy hacia la puerta del despacho de dirección.
-Por supuesto, Eloy. Váyase a casa y descanse. Intente no pensar.
El empleado miró a su jefe con una sonrisa amplia.
-Procuraré no pensar. Gracias, señor Migrand. Gracias por todo.
Cuando se quedó a solas, Migrand sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó el cuello, aunque no estaba sudando; sólo tenía la sensación de estarlo. Luego tragó saliva comprobando que tenía la boca muy seca. Se sentó a su mesa y cogió el teléfono. Marcó un número interior.
-Marta. Ven enseguida.
¡¡¡ CONTINUARÁ !!!