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Novela “El Asesino Educado”, de Martín Hache. Capítulo 4.

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CAPITULO IV. LA DESESPERACION Y LA IMPOTENCIA

Ya en la calle, recordó la cara de sus compañeros. Nadie se había atrevido a decirle nada, pero era obvio que estaban más que intrigados. Los comentarios por lo bajo entre ellos no dejaban la menor duda; era lógico; en muchos años el comportamiento de Eloy Schneider había sido completamente metódico y de un tono gris muy acusado y sus movimientos, todos, dentro y fuera del despacho, siempre fueron previsibles.

Ni siquiera Delás había abierto la boca. Aunque ahora le parecía a Eloy estar oyendo los cuchicheos de Vicente y del resto de compañeros.

Migrand era el único que, aparte del doctor Gay, sabía lo que estaba pasando. Pero, ¿y Marta? Seguro que Migrand se lo contaría; al fin y al cabo, Delás había tenido razón. El jefe y su secretaria pasando los fines de semana en un albergue de la montaña.

¿Y cuando Marta lo supiera? ¿Terminaría sabiéndolo toda la empresa? Eso era algo que no quería que ocurriera. ¿Y a Miriam? ¿Le diría algo? Decidió, que por su parte, nadie iba a saber nada de su enfermedad. Recordó las palabras de Gay. De ellas dedujo que durante unos meses no sentiría dolor alguno. Decidió no volver a ver al médico hasta que sintiera esos dolores finales que le había vaticinado.

Había llegado a la parada del autobús. Todos los días iba y venía de casa al despacho por la mañana y volvía a trabajar por la tarde en la misma línea de autobuses. Sólo por la noche, cuando salía de la empresa, iba a buscar a Mariam y no volvía a casa en el transporte público.

Vio caras conocidas de muchos días con las que nunca había cruzado una palabra y, de pronto, se sintió incómodo. Dejó la parada y decidió ir caminando. Pasó por un quiosco y pidió “El Guardián”, el diario de la mañana. Lo dobló y lo

colocó en su axila derecha, sostenido por el brazo.

Caminó hacia el parque. Ahora le parecía una tontería haber dejado el trabajo. En un principio, y a causa de la cantidad enorme de sensaciones extrañas que sentía, le había parecido que tenía ganas de salir. Pero, ¿adónde iba a ir? ¿Qué podía hacer? ¿Cuál era el objetivo para los próximos meses, semanas, días? Que el tiempo pasara lo más deprisa posible. Quizá fuera eso. Pero, ¿para qué? ¿Tenía prisa por morirse? No. Eso era lo único que ahora sabía. Entonces, ¿intentar entretenerse de alguna forma que no le permitiera pensar en… lo otro? ¿Y cómo podía conseguirse eso?

Se sentó en un banco del parque. Cerca de él, un hombre amanerado de unos cincuenta años paseaba a un perro caniche de color blancuzco y morros sucios. Se fijó en él, pero enseguida los pensamientos se volvieron a escapar por territorios de paisajes desolados. ¿Y si siguiera trabajando? No. Terminaría hablando de su enfermedad con sus compañeros, Miriam se enteraría de todo y él no podría aguantar el notar la compasión, la pena, que despertaría en los demás. ¿Y Delás? Si era horroroso en condiciones normales, sabiendo lo de su enfermedad podía convertirse en el recordman de los pesados a nivel mundial.

El caniche se acababa de mear en las raíces de un árbol, pero con tan mala fortuna que había ensuciado unas preciosas sandalias de color dorado, sobre calcetines estampados con predominio del color verde, propiedad de su dueño. El cincuentón amanerado empezó a aullar como un poseso y largó dos patadas tremendas a aquella escasa cantidad de can que hicieron gemir de dolor al pobre animal.

La sangre se le revolvió a Eloy. Una sensación de odio le invadió por unos momentos: el marica merecía un par de buenas patadas justo en la entrepierna. Pero no era asunto suyo. Jamás habían sido asunto suyo todas aquellas cosas. Él no se metía en los asuntos de nadie y no dejaba que nadie

se metiera en los suyos. Por lo tanto, su norma de conducta era esa y sólo podía compadecerse del animal. De los dos animales. De pronto, una idea asaltó su mente. ¿Y si se levantara y, dirigiéndose hacia el maricón, le arreara las dos patadas soñadas? ¿Qué podía pasar? ¿Le multarían? Pues mira qué bien. ¿Le meterían en la cárcel? No sería por mucho tiempo. ¿Le condenarían a muerte –siguió exagerando, disfrutando al pensarlo- ¿Para qué? Ya estaba condenado a muerte y nunca había hecho nada.

Se levantó como impulsado por un resorte del banco con los puños cerrados y los dientes apretados. Pero ya no encontró con su mirada ni al caniche ni a su dueño. Miró hacia un lado y hacia otro pero habían desaparecido. No sabía por cual de los caminos del parque se habían ido. Volvió a sentarse, dejándose caer en el banco cansinamente. De pronto, le parecía haber corrido una maratón, tal era el cansancio que repentinamente se acumulaba en sus músculos. Abrió el periódico y lo leyó en su segunda página; durante unos diez minutos estuvo leyendo página tras página del “Guardián” hasta que se dio cuenta de que no se enteraba de nada de lo que leía. Se enfadó consigo mismo.

“No puedo seguir así todos estos meses. Debo hacer algo”, pensó.

Repasó su vida. Desde los días del colegio a su última entrevista con Migrand. De los primeros recuerdos a la conversación con Gay. Desde la varicela hasta hoy. Intentó encontrar momentos de pasión, de intensa emoción, de peligro, de amor… no pudo. No supo si no había vivido ningún momento así o los había olvidado por completo. Pensó en sus padres. En una chica suiza de veinte años. En una final de fútbol de la copa intercontinental. En una novela de Stevenson. En un bosque espeso atravesado por un río oscuro y frío. En alta mar.

Se vio volando, invisible, sobre su ciudad. Y viendo en el interior de las casas ajenas. Y escuchando sin ser visto las conversaciones de sus amigos, de sus jefes, de sus amantes, de los desconocidos. Sintió satisfacción al volver a levantar el vuelo y pasar sobre el puente que marcaba la salida de la ciudad hacia el resto del mundo. Pensó en dios y se ciscó en él. Una sensación de hormigueo le recorrió el estómago al hacerlo. Evitó seguir con ese tema.

Miró su reloj. Tenía la sensación de que habían pasado horas desde que se sentara en el parque. Pero comprobó que sólo habían transcurrido veinte

minutos. No lo entendió. Se puso a mirar con la máxima atención el minutero y la aguja de los segundos; fue contando segundo por segundo hasta que transcurrió un minuto; comprobó con sorpresa que los minutos pasaban muy lentos pero se le estaban escapando. Por primera vez en su vida el tiempo le pareció lo más importante del mundo.

Le pareció estúpida la impuntualidad, como siempre le había parecido, pero no sólo como falta de educación y de respeto hacia los demás, sino sobre todo por la pérdida de tiempo. ¿Cómo era posible que nadie intentara vivir al máximo y lo mejor posible todo su tiempo?

Al acordarse de los ineducados y de la falta de respeto al prójimo, sintió el asco que siempre había sentido hacia esas personas que lo usan constantemente en sus vidas, pero además sintió una rabia nueva; la misma rabia que había sentido al ver al marica pegar a su perro. Y esa sensación le gustaba. Le hacía sentirse más vivo de lo que nunca se hubiera sentido.

Se levantó y siguió caminando por el parque, sin rumbo fijo, regodeándose en la sensación de ira. Le hacía olvidarse de todo lo demás. Sobre todo de lo que no quería recordar.

Fue dando patadas, mientras caminaba y pensaba, a un paquete de tabaco arrugado que había en la tierra; imitando a un futbolista iba jugando con el cartón. Un niño que se cruzó con él de la mano de su madre le miró con envidia, como si quisiera desasirse de la mano femenina y correr con el desconocido dando patadas al improvisado balón.

Cuando llegó a la papelera se agachó, cogió el paquete y lo depositó en ella. Siguió su camino y se sorprendió a sí mismo silbando “El puente sobre el río Kwai”. Le pareció increíble sentirse contento y pensó que hacía un día precioso, pese a los negros nubarrones que se hallaban justo encima del parque. En cuestión de segundos, no supo por qué, le entraron unas ganas inmensas de llorar. Intentó pensar en el caniche y las lágrimas comenzaron a resbalarle por las mejillas. Una pareja quinceañera que parecían una sola persona por el gran abrazo que se estaban dando en un banco, le miró. La chica se echó a reír mientras el muchacho entristeció de golpe. Enseguida le olvidaron y siguieron besándose.

Fuera del parque notó la sensación de vacío en el estómago. Se secó las lágrimas y entró en un bar de comidas rápidas. Comió cosas que siempre le

habían dado asco, repletas de aceite asqueroso y con olores infernales. Eructó en público por primera vez en su vida, aunque nadie lo notó; el resto de la parroquia estaba bastante ocupado en eructar por su cuenta.

No podría decir en qué empleó su tiempo aquella tarde. Paseó, pensó y dejó fluir a su espíritu miles de sensaciones que siempre tuvieron su acceso cerrado a él.

Se encontró a las siete de la tarde con Miriam en la puerta de los almacenes. Ella llevaba un rato esperándole. Le notó raro. Y se sorprendió cuando él le dio un paquete pequeño. Al abrirlo y encontrar el anillo se emocionó. Le besó en la mejilla con todo el cariño de que fue capaz. Eloy era incapaz de recordar a qué hora, en qué tienda y por qué razón había comprado esa tarde el anillo.

-¿Vamos a “Moby”, cariño?

-No. Hoy no.

Eloy y Miriam se miraron fijamente a los ojos. Ambos estaban igualmente sorprendidos.

-¿Qué quieres que hagamos? –preguntó Miriam.

-Compramos algo de comer y nos vamos a casa.

Miriam miró su reloj.

-¿Tan pronto? ¿No quieres que nos veamos con nadie?

-No.

La cogió por la cintura tras darle un azote cariñoso en las nalgas. Completamente desconcertada, Miriam acompañó a Eloy a una tienda de comidas para llevar y luego a su casa.

Eloy calentó las porquerías que habían comprado y ambos cenaron en silencio.

Cuando habían tomado un café cada uno, el hombre se levantó.

-¿Vamos a la cama?

Miriam sonrió.

-¿Qué te pasa hoy?

-Quiero hablar contigo.

Miriam, de pronto, se sintió recelosa y su semblante se tornó serio. Eloy sonrió y la ayudó a incorporarse.

-Es algo importante. Quiero que lo sepas.

Sin saber por qué, el tono y las palabras tranquilizaron a la chica, aunque despertaron enormemente su curiosidad.

Unos minutos después, ambos estaban desnudos sobre la cama. Eloy encendió un cigarrillo. Miriam estaba impaciente por escuchar las palabras de su pareja. Por primera vez en mucho tiempo parecía que tenían cosas que decirse y se sentían muy a gusto el uno con el otro. Miriam olvidó lavadoras y máquinas de planchar y se fijó en la barbilla de su hombre.

-¿Qué era eso que tenías que decirme?

-Dejo el trabajo.

Miriam se medio incorporó en la cama, colocó la almohada más arriba y se apoyó en ella.

-¿Cómo? ¿Por qué? ¿Te ha salido algo mejor?

-No. Me voy de la empresa pero no voy a ningún otro sitio de trabajo.

Miriam se inquietó y lo demostró exteriormente.

-¿Por qué? ¿Te has vuelto loco? ¿De qué vas a vivir?

La mano derecha de Eloy se apoyó sobre el muslo izquierdo de la chica para evitar que siguiera moviéndose de forma nerviosa.

-Me van a dar mucho dinero por mi marcha.

-¿Quieres montar un negocio con él?

-No.

-Entonces no lo entiendo. ¿Qué quieres hacer?

Eloy miró a la chica a los ojos tras apagar el cigarrillo, y la abrazó.

-Vivir.

Miriam se apartó del abrazo.

-¿Cómo? ¿Qué quieres decir con “vivir”?

-Pues eso: vivir. No he vivido nunca.

-No entiendo absolutamente nada. ¿Cómo no has vivido nunca? ¿De qué me estás hablando?

-Creo que, si haces un esfuerzo, puedes entenderme, Miriam.

-¿Si yo hago un esfuerzo? ¿Por qué no lo haces tú para explicármelo?

-Siempre he estado estudiando, trabajando, sin ilusiones, sin ganas de hacer cosas…

-¿Cosas, qué cosas?

-Cosas distintas. Ir de viaje por el simple placer de ir de viaje. Conocer sitios nuevos, gente nueva…

-Tú no estás bien. Tú has estado haciendo siempre lo que hacemos todo el mundo.

-¡Exacto! Pues eso es lo que no quiero seguir haciendo.

-¿Y qué quieres? ¿Irte de viaje y que yo te mantenga cuando se te acabe ese dinero que dices que te van a dar?

Eloy sonrió y miró a Miriam con ternura, quizá por primera vez. En otras circunstancias se hubiera enfadado por la respuesta de la chica, pero ahora sólo podía sonreír con un fondo de tristeza.

-Cuando se me acabe el dinero, como tú dices, nadie tendrá que mantenerme.

-Ah, ¿no? ¿Por qué? ¿Sacarás dinero de las mangas por arte de magia?

Eloy pensó con rapidez. Decidió que mentir era lo mejor.

-Dentro de seis meses, me incorporaré a otro…trabajo.

Miriam sonrió. Le abrazó.

-¡Ah, cochino! –Hablaba con cariño, contenta-. Ya me lo había imaginado. ¿Y por qué seis meses?

-Es el tiempo que tardará la nueva empresa en establecerse.

-Comprendo. Pero, ¿por qué no sigues trabajando hasta entonces en el mismo sitio?

-Porque estoy harto. Tengo ganas de irme de esa oficina siniestra.

-Eres un poco despreocupado. Y no lo entiendo. Tú nunca has sido así. Si siguieras trabajando podrías ahorrar más dinero.

Eloy se entristeció, pero comprendió que Miriam no podía saber lo que él sentía si no le explicaba nada.

-No. Sacaré más dinero con la indemnización que ahora me darán. He llegado a un acuerdo con Migrand.

Miriam emitió un chillido de satisfacción.

-¿Por qué no me has dicho eso desde un principio?

-No sé. No sabía cómo te lo tomarías.

-Fantástico, Eloy. Pero, ¿qué harás durante seis meses sin trabajar? ¿Por qué no coges un trabajo esporádico, como contable a horas, mientras te incorporas a la nueva empresa?

-No sé. –Contestó Eloy- No me apetece mucho.

-Si quieres yo te ayudo a buscarlo.

-Déjalo. Creo que me estaré un tiempo haciendo el vago.

Miriam intentó seguir protestando, pero los labios de Eloy comenzaron a recorrer su cuello, sus pechos, su vientre…

La chica notó el cambio. Mientras Eloy estaba dentro de ella se dio cuenta de que ocurría algo que nunca antes había pasado. Él estaba sintiendo una pasión absolutamente nueva para ella. Y, al poco tiempo, Miriam se contagió. Fueron uno durante mucho rato y de una manera que a ella le pareció maravillosa. Sintieron el amor y explotaron en él al mismo tiempo los dos. Ella sintió que había encontrado lo que se busca durante toda una vida. Y lo había encontrado en la persona que tenía a su lado desde hacía tres años. Sin entenderlo, se quedó mirando al hombre, después, cómo dormía. Le pareció por un momento que era un desconocido. Le acababa de ver sintiendo la pasión como si en ello le fuera la vida. No supo por qué, pero decidió, en aquel momento, que podía enamorarse de Eloy Schneider.

¡¡¡ CONTINUARÁ !!!