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CAPITULO II. UNA REVISIÓN RUTINARIA.
No pudo acompañar a Miriam hasta los almacenes. A las ocho en punto y en ayunas, se hallaba en la sala de espera de la Mutua con la que su empresa tenía contratados los servicios médicos.
Cinco minutos después que él aparecieron dos compañeros de su trabajo.
-¿Qué hay, Schneider?
-Hola, Delás. Hola, Marta.
Delás era el gracioso de la empresa. Medía más de uno noventa y había sido baloncestista aficionado en su juventud. Marta era la secretaria de Migrand; había que tener mucho cuidado con lo que se hablara en su presencia, algunos rumores señalaban que su relación con el jefe superaba a la estrictamente laboral.
-¿Sólo venimos nosotros? –preguntó Eloy.
-Ayer empezaron los comerciales. Hoy nos toca a nosotros y mañana vendrá el resto.
Delás miró con sorna a Marta mientras ésta contestaba.
-¿Y Migrand qué día viene?
La chica sonrió, aunque se notaba que Delás no le caía excesivamente bien.
-No sé… no creo que él venga aquí.
Delás se levantó y empezó a caminar por la sala de espera como un león enjaulado.
-A ver si empiezan ya de una vez. Tengo ganas de desayunar.
Marta y Eloy cruzaron una rápida mirada sin hacer el menor gesto; pero ambos se habían dicho, sin palabras, lo mismo. No aguantaban a Delás.
La puerta se abrió y una aséptica enfermera, muy joven, se asomó a la sala.
-Marta Finger, por favor.
-¡Qué suerte! Las mujeres siempre están enchufadas.
Los dos hombres quedaron a solas.
-¿Tú crees que está liada con Migrand?
Eloy respiró hondo. Estaba seguro de que la conversación de Delás, en cuanto Marta se hubiera ido, iba a girar alrededor de ese único tema.
-No sé. No creo.
Delás pareció escandalizarse.
-¿Que no crees? ¿Cómo que no crees? ¿No has visto cómo se miran?
-No.
-¡Ah! ¿No? ¡Pero si toda la empresa se ha dado cuenta!
-Yo no.
Eloy intentaba evitar la conversación. Pero su educación no le permitía no contestar a las frases de Delás. Lo único que podía hacer era responder con monosílabos y tono seco.
-Pareces tonto, Schneider. Nunca te enteras de nada. Claro que así te va. Si fueras un poco más espabilado ya estarías de gerente, en lugar de ese imbécil de Ruiz, que si ha llegado a algo es por pelota.
Delás miró a Eloy, que acababa de sacar sus gafas de lejos de su bolsillo y las estaba limpiando. Delás insistió.
-¿Cuánto hace que estás en la empresa?
Eloy contestó, pese a que Delás sabía perfectamente el tiempo que todos llevaban en la empresa.
-Mucho.
Delás pareció volver a encolerizarse.
-¡Mucho! ¡Exacto! ¡Demasiado! Y sigues dejándote explotar y avasallar por Migrand y esa pandilla de ineptos.
Eloy levantó la mirada y observó a Delás con rostro inexpresivo, intentando que sus facciones no transmitieran lo que sentía.
-¿Cuándo dices “pandilla de ineptos” te refieres a todos los empleados menos a mi, sin ninguna excepción?
Delás se quedó mudo y quieto mirando a su compañero durante unos instantes. En ese momento volvió a abrirse la puerta y sonó la voz de la enfermera.
-Vicente Delás.
Delás puso la mejor de sus sonrisas y siguió a la chica, haciendo gestos obscenos tras ella para despertar la hilaridad de Eloy.
-Hasta luego, chico. Me voy con mi ligue.
Eloy respiró profundamente al quedarse solo. Se acomodó en el sillón en el que había permanecido tenso hasta entonces. Cruzó sus piernas y su pie izquierdo golpeó la mesita central en la que estaban las revistas médicas.
-Perdón- musitó en voz baja antes de volver a darse cuenta de que se había quedado solo.
No miró mientras la sangre fluía de su brazo a la jeringuilla sostenida por la enfermera joven y aséptica.
-¿Le hago daño?
-No, no. Todo va bien.
Notó cómo la aguja salía de su vena. Se había estado clavando las uñas de su mano derecha en la misma palma, esperando ese momento; no era el dolor lo que le asustaba, sino esa extraña sensación de la aguja saliendo de él. La chica le puso un trozo de esparadrapo en el brazo y se lo dobló.
-Manténgalo así un par de minutos.
Abrió la puerta que daba al consultorio y Eloy pasó a él. La chica cerró la puerta y Eloy volvió a quedarse solo. Echó un vistazo a la estancia. En la pared más lejana, había un cartel con letras de diferentes tamaños, de las que utilizan los oculistas.
Enseguida entró un hombre de unos cincuenta años, vestido con bata blanca. Le saludó y se sentó a la mesa. Echó un vistazo al expediente de Eloy.
-Usted utiliza gafas.
-Sólo para ver de lejos.
El médico se levantó y fue hacia Eloy. Cogió una montura experimental y colocó unos cristales en ella. Luego se la puso al hombre.
-¿Quiere mirar hacia esa pared, por favor?
Mientras Eloy volvía a mirar las letras el médico fue hasta el cartel y señaló una letra de la tercera fila inferior.
-A.
El médico señaló otra letra, una fila más abajo.
-H.
Asintió con la cabeza y volvió a sentarse en su mesa. Eloy estaba muy relajado, como siempre solía estarlo en los ambientes médicos, a excepción de los hospitales.
-Bien. No ha perdido vista.
Cogió una especie de diapasón pequeño y se acercó a Eloy. Colocó el aparatito junto a los oídos, primero el derecho y luego el izquierdo, del paciente, y produjo un leve sonido con el artefacto. Eloy asintió al oír el ruido de vibraciones por su derecha. Luego, por su izquierda, el médico colocó el aparato más lejos y lo fue acercando hasta que Eloy lo escuchó.
El médico volvió a sentarse en su sitio. Apuntó algunas cosas en la hoja de la revisión.
-¿Todo va bien? –preguntó Eloy con tranquilidad.
-Eso parece.
Delás pidió su tercera ginebra con hielo, mientras acababa su bocadillo. Eloy había dado cuenta del suyo y dio un sorbo al café con leche.
-Qué puta está hecha Marta, ¿eh?… no ha querido venir con la plebe.
Eloy torció el gesto al oír el adjetivo empleado por Delás.
-¿No crees que eres un poco cruel con ella?
Delás le miró como si no creyera lo que acababa de oír.
-¿Y encima la defiendes? ¡No tienes remedio, Schneider!
Eloy apuró su café con leche e hizo indicaciones al camarero para pagar.
-¡Ni hablar! ¡Deja! ¡Pago yo!
Eloy miró a Delás y volvió a guardar su cartera. No soportaba discutir para pagar una consumición. Su compañero ondeaba el billete más grande que tenía ante las narices del camarero.
Cuando decidió volver al despacho, Delás se puso hecho una furia.
-¿Cómo que vas a volver? Si es la una…
-Todavía queda media hora.
-¡Ah, no! Tú a mi no me haces esto.
-Tú haz lo que quieras. Yo vuelvo.
-¡Pero si nunca se vuelve el día de la revisión!
-Mira, Delás. Yo voy a ir al despacho. Tú, repito, puedes hacer lo que te venga en gana.
Delás intentó ser amable.
-Schneider, escucha… si tú vuelves, se preguntarán por qué yo no lo hago. Y me fastidiarás.
Eloy empezaba a ponerse nervioso.
-¿No lo comprendes? Sé que tú no quieres joderme, pero si vas al despacho lo harás.
-Eso es un problema tuyo, Delás. Yo, si me preguntan por ti, diré que no te he visto al salir de la revisión. O, si lo prefieres y aunque no me guste, mentiré y diré que tú te has quedado en la mutua, que todavía no habían terminado contigo.
-No me sirve. Marta nos ha visto salir juntos.
-Marta también habrá ido al despacho.
Delás se volvió a enfurecer.
-¡Ese putón no cuenta! ¿No te digo que es la amante del jefe?
Eloy miró a su compañero con enfado y decisión.
-Mira, Delás. Te lo digo por última vez… yo voy a ir al despacho. Tú haz lo que te de la gana.
Delás observó a Eloy con cara de fastidio. Sabía que no iba a cambiar de opinión. Tras mirarse a los ojos unos instantes, Eloy emprendió el camino de la oficina. Delás dio un puñetazo a un buzón que tenía justo delante de él y siguió los pasos de su compañero. Ambos estaban enfadados.
El viernes a las doce, la cuenta de Schwarz estaba terminada. Eloy entró en la antesala del despacho de Migrand. Marta le recibió con una sonrisa.
-La cuenta de Schwarz está terminada. Migrand la está esperando.
-Ahora está hablando por teléfono. Espera un momento.
Eloy se sentó delante de Marta, al otro lado de su mesa. Miró el teléfono que la chica tenía a su derecha; la línea interior de Migrand estaba encendida.
-No creo que tarde –dijo Marta mirando a Eloy con cariño.
-¿Sales este fin de semana?
-Creo que sí. Me parece que iré a la montaña… hay un albergue precioso cerca de Montusín. ¿Y tú?
-No sé… Depende de Miriam, mi chica… no sé qué le apetecerá hacer…
La lucecita de la línea interior de Migrand se apagó. Marta cogió el auricular.
-¿Señor Migrand? Schneider está aquí con la cuenta de Schwarz. Colgó y volvió a sonreír.
-Pasa.
Migrand estaba muy satisfecho y de un excelente humor cuando puso el visto bueno a la cuenta de Schwarz.
-Bien. Ha sido una semana perfecta. ¿Dónde va este fin de semana, Schneider?
-No lo sé todavía, señor Migrand. Probablemente no salga de la ciudad.
-¡Ah! Pues debería hacerlo. Es conveniente cambiar de aires, aunque sólo sea por un par de días. ¿No le gusta la montaña, el campo…?
-Sí, claro que me gusta… me encanta irme. Pero depende de la chica con la que estoy saliendo… No sé qué planes tendrá ella.
Migrand sonrió.
-¡Claro! Las mujeres mandan, ¿no, Schneider? Pues no se deje usted dominar y decida dónde ir los fines de semana.
Eloy emitió una risita nerviosa y sonrió sin decir nada.
-Si quiere, puedo recomendarle un sitio al que voy desde hace tiempo; si va usted de mi parte le harán un precio especial.
-Muchas gracias, señor Migrand. Pero no se moleste…
-¡Si no es ninguna molestia! No se lo diría a cualquier otro, pero usted sé que me dejaría en buen lugar si le envío a algún sitio de mi parte.
-Muy agradecido por la confianza.
-Pues ya lo sabe. Si algún día le apetece ir al albergue de Montusín, sólo tiene que decírmelo.
-Gracias, señor Migrand. Lo haré.
-Bien. Buen fin de semana, Schneider.
-Igualmente, señor Migrand.
Al salir miró a Marta y le devolvió la sonrisa que la chica le dedicó.
Cuando iba hacia su despacho vio a Delás entrando al archivo intentando meter mano a la telefonista. Sintió asco, nuevamente, por el ex-baloncestista. Miró su reloj y pensó que tenía que llamar a Miriam.
El sábado fueron a comer a un pequeño merendero cerca de la ciudad. Miriam dejó a Eloy conducir su coche, aunque a ninguno de los dos les gustaba demasiado esa función. Hablaron muy poco, siguiendo su relación con la misma desgana con que la mantenían desde hacía tres años. La comida fue copiosa pero no les convenció a ninguno de los dos. Cuando volvían hacia la ciudad a media tarde, Miriam conducía el coche.
-¿A tu casa o a la mía?
-Me da igual –contestó Eloy.
-¿Quieres que estemos juntos éste fin de semana o no?
El hombre creyó percibir una cierta intención de separarse esos dos días por parte de Miriam.
-¿Prefieres estar sola?
-¿Y quién te ha dicho que me quede sola si no estoy contigo?
Eloy se sorprendió de las palabras de la chica. No solía hablar de esa manera a excepción de cuando se enfadaba. Pero, en los últimos días no habían tenido ninguna discusión.
-Vale, no te enfades. ¿Prefieres no estar conmigo?
Ella pareció ablandarse al no haber adquirido Eloy un tono agresivo.
-No… podemos estar juntos.
Siguieron el camino sin hablar más. Miriam había decidido ir a casa de él. Eloy estuvo pensando en su relación con la chica. No tenían una vida en común; estaban juntos cuando ambos lo decidían. Pero tampoco había pasión. Ni compromisos ni pasión. Hacían el amor sin amor. Los unía la inercia, una cierta atracción física y la soledad. Miriam se había separado de su marido muchos años atrás y el hijo que tuvo con él, con diecisiete años en la actualidad, tenía una vida absolutamente independiente. Él, por su parte, siempre había vivido solo, desde que a los veinte años se fuera de la casa de sus padres.
Miriam preparó un par de tortillas y algo de queso para cenar. Vieron una película de terror en televisión y gracias a ello se abrazaron un par de veces.
Después se acostaron y jodieron durante tres cuartos de hora. Todo sin casi dirigirse la palabra. Tumbados boca arriba en la cama, fumando ambos un cigarrillo compartido, renació la conversación.
-Cada vez odio más los almacenes.
-Pide que te cambien de sección.
-No, ni hablar. Dentro de todo la sección de objetos de regalo es la mejor. No soportaría estar, por ejemplo, en perfumería.
-Pues entonces no sé qué decirte.
-Es por la gente, por los clientes –siguió ella-. Cada vez hay menos educación.
-Eso pasa en todas partes.
Miriam continuó como si no hubiera escuchado las palabras de Eloy.
-El otro día vino una mujer con su hijo pequeño. Es la cuarta o quinta vez que viene por allí. El niño va destrozando todo a su paso. Le mataría.
-A quien tendrías que matar es a la madre.
-Sí. Tienes razón. No le hace ni caso. Le deja hacer absolutamente todo lo que le viene en gana. Y cuando la molesta a ella le grita y le da una bofetada.
-Conozco la especie.
-Después está Jaime, el encargado. Se cree que todas tenemos que irnos a la cama con él. Es asqueroso.
-También conozco la especie.
Miriam, de pronto, le miró. Eloy apagó cuidadosamente el pitillo en el cenicero.
-Lo conoces todo. ¿Tú eres así?
Él volvió la cabeza y sus miradas se encontraron.
-¿Tú qué crees?
Ella sonrió.
-No. Sé que no.
Se abrazaron. El beso que se dieron fue el mejor de todos los que se habían dado en mucho tiempo. Hubo, casi por primera vez, algo de amor en él. Pareció que volvían a animarse. Pero Eloy se llevó las manos a la cabeza.
-¿Qué te pasa? ¿Vuelve a dolerte la cabeza?
Eloy asintió.
-Últimamente te pasa muy a menudo. ¿Qué te han dicho en la revisión médica?
-Todavía no tenemos los resultados.
-Sería conveniente que fueras a tu médico de cabecera.
-No creo que sea nada. Si me siguen los dolores ya iré.
Miriam se levantó. Él miró su culo mientras la chica se dirigía a la cocina.
-Te preparé algo para el dolor.
Cuando entró con la pastilla y el vaso de agua, Eloy se había dormido. Dejó el vaso y la pastilla sobre la mesita de noche y se acostó de nuevo dando la espalda al hombre.
Pasaron un domingo como cientos de domingos antes. Por la tarde comieron los pasteles que habían comprado por la mañana y leyeron el periódico y su suplemento dominical. A última hora Eloy se puso a ver fútbol por televisión mientras Miriam se preparaba para irse.
-¿No te quedas a dormir?
-No. Prefiero ir a casa y arreglar varias cosas. Tengo todo hecho un desastre. Además, tengo que planchar.
Se dieron un beso rutinario antes de que ella le dejara solo.
Cuando llevaba veinte minutos sin nadie con él, Eloy saltó indignado ante la entrada de un defensa a uno de los ídolos del equipo contrario.
-¡Expulsión! Eso es expulsión… ha ido a por él.
Mientras en la pantalla de televisión un primer plano mostraba la sonrisa del defensa asesino, Eloy se levantó y apagó el receptor. No podía aguantar el juego sucio y el Atletas era un equipo especialista en él; sobre todo su defensa derecho.
Ya sin imagen ni sonido, Eloy se imaginó al delantero lesionado retirado en camilla con la tibia y el peroné destrozados.
Se preparó algo suave para cenar. Se acostó y su puso a leer un libro muy gordo de un autor que estaba de moda. Dos páginas después de empezar la lectura, dejó el libro y apagó la luz.
El martes repartieron los resultados de los análisis. A todos menos a Eloy. Delás cantaba en voz alta los leucocitos y la velocidad de sedimentación de la sangre.
-¡Estoy como una rosa! –gritaba el ex-baloncestista.
-Un capullo es lo que eres –decía en voz baja una compañera, para que sólo lo escuchara Eloy.
-¿No tienes tus resultados? –preguntó Delás a su compañero.
-No. Ya me los darán.
-Eso es que tienes algo malo… Uuuuuuuh…
Delás seguía haciendo el gilipollas. Nadie reía sus gracias, pero él parecía no darse cuenta.
-Será eso.
Eloy siguió con los escandallos de “Alcir”, una empresa comercial que acababa de abrir cuenta con ellos.
El miércoles nadie se acordaba de la revisión médica. Nadie excepto Eloy Schneider.
Cuando fue a ver a Migrand, Marta sí se lo preguntó.
-Creo que Migrand quería verme.
-Sí. Me han dicho que no has recibido los resultados de la revisión médica todavía.
-No. Todavía no.
Entró y vio a Migrand muy amable; extrañamente amable.
-Siéntese, Schneider.
-¿Algún problema con la cuenta de Schwarz?
-No, no. Todo marcha perfectamente. Quería hablarle sobre un tema delicado…
Eloy se alarmó.
-No, no se preocupe. No es nada importante. Pero en la Mutua me han dicho que sería conveniente que volviera usted para hacerse algunas pruebas.
-¿Ocurre algo?
-¡Oh, no! Seguro que no. Ya sabe usted cómo son esas cosas. Algún análisis que se les habrá perdido. Nada que tenga importancia.
Eloy sintió algo por dentro. El estómago le envió un mensaje diciendo que algo no marchaba bien.
-Bien. ¿Cuándo tengo que ir?
-Cuanto antes mejor, ¿no cree? No se preocupe por sus compañeros. Es mejor no decir nada de esto. Podrían alarmarse sin motivo. Yo mismo les diré que le he enviado a un trabajo especial.
-Como usted diga.
-Bien. Mañana le esperan en la mutua a primera hora.
-¿A las ocho?
-Perfectamente. Avisaré que va a ir usted. Y no se preocupe por nada. Estas cosas suelen pasar. Dentro de unos días tendrá usted los resultados.
-¿Hay que ir también en ayunas?
-Sí, mejor. Hágalo así por precaución. Y no se preocupe por nada.
Eloy salió del despacho de Migrand muy preocupado, aunque no sabía exactamente por qué. Quizá era el tono excesivamente amable de su jefe, o los múltiples “no se preocupe por nada” que había escuchado.
No se enteró de la despedida sonriente de Marta.
Pensó en llamar a Miriam para decírselo. Eso quizá le tranquilizaría. Pero decidió no hacerlo.
¡ CONTINUARÁ!